Cuando estoy en la oficina y alguien se asoma a la pantalla de mi ordenador, se ha convertido en una especie de broma recurrente señalarme la cantidad de pestañas que tengo abiertas en Chrome. Son muchas, sí, o sea que lo entiendo. Y de verdad que escucho con atención los consejos de quien me advierte que este hábito ralentiza el funcionamiento del ordenador (e incluso de mi propio cerebro), o de quien me recomienda apps que almacenan todo aquello que quiero “leer más tarde”, y respondo una y otra vez a quienes me preguntan si no me agobia tener el navegador en semejantes condiciones de abundancia de pestañas. Pues sí y no, pero ha llegado un punto en el que creo que no puedo hacer nada al respecto. Y creo también que hay una razón para explicar por qué lo hago (y por qué no tengo intención de dejar de hacerlo).
Hay algo muy evidente que explica mi pestañofilia: vivimos inmersas en una superabundancia de información y es imposible atender a toda la que nos interesa en el momento en el que la recibimos. Las pestañas son una forma de postergar la lectura sin abandonar el interés, son como poner un post-it en la página del libro a la que volverás en el futuro en busca de esa cita maravillosa que encontraste, con la diferencia de que en este caso puede que estés señalizando una página en la que al final no encuentres nada de valor. No lo sabrás hasta que la leas. ¿Y cuándo ocurrirá eso? Cuando tengas tiempo.
Ah.
¿Y cuándo ocurrirá eso?
Sé que esto explica parte del fenómeno, pero no su lógica. Tampoco es que pretenda venir aquí a justificarme, sino más bien a pensar en alto sobre un comportamiento que ni yo misma entiendo del todo. He llegado a tener pestañas abiertas durante dos años en una ventana del navegador —porque esa es otra, no tengo una sola ventana con 80 pestañas abiertas, tengo varias 🙃 a las que hay que sumar las que tengo abiertas en el móvil 🙃 🙃 —, así que cuando por fin, una mañana de Navidad dos años después de abrir una pestaña, encuentro el tiempo para leer ese sesudo artículo sobre el pasado y el futuro de los memes, tengo la sensación de estar leyendo crónicas de otra era. Y en algunos casos, de que aquello sobre lo que quería informarme o aprender hace dos años, ya lo he leído o aprendido en algún otro lado, así que esa pestaña solo ha permanecido ahí abierta como una muesca más en mi “historial de intereses banales de enero de 2021”.
La otra razón que creo que explica mi pasión por tener pestañas abiertas y que igual es un poco menos evidente es que creo que las utilizo para combatir la sensación de pérdida constante que me provoca el mundo digital. Links que se caducan a los pocos años o incluso a los pocos meses de haber sido generados, fotos y videos que desaparecen de los enlaces dejando un hueco en blanco con un marquito para enfatizar aún más la ausencia de esa foto o de ese video que ya no está, contenidos que directamente desaparecen porque los dueños de esa web han decidido acabar con ella o simplemente dejarla morir o, peor aún, transformarla en algo más cool y acorde a los tiempos que corren, casi sabiendo de antemano que, cuando acaben de actualizarla, esa web ya se habrá quedado antigua, y llevándose por delante todo lo publicado en ella hasta la fecha.
He experimentado esta sensación de pérdida varias veces a lo largo de mi vida laboral, como la habrán experimentado las miles de personas que trabajen o hayan trabajado para medios digitales. Es asombroso el poco aprecio y respeto que se tiene por los archivos digitales, por la memoria del contenido que has publicado en un medio y que muchos no dudan en hacer desaparecer de un día para otro (por lo general, sin avisar a quienes hemos escrito esas piezas por si queremos guardarnos, aunque sea, unos tristes pantallazos), volviéndolo inaccesible para quien desee volver a él en el futuro. Le doy las gracias por existir todos los días de mi vida a Wayback Machine, pero por desgracia, Wayback Machine no sirve para todo y a veces, simplemente, toca asumir que nuestro trabajo y el de otras personas a las que nos gustaba leer ha desaparecido para siempre de internet.
Estos días he pensado mucho en ello por el anuncio del cierre de BuzzFeed News —que sí mantiene sus archivos online, por cierto, según dijo su editora en el texto de despedida que escribió— y el anuncio de bancarrota de Vice, a los que precedieron los cierres de otros (en su día grandes) medios digitales. Publicaciones, por cierto, muy asociadas al público millennial que, como decían en el último episodio de The Polyester Podcast, parecen haberse vuelto irrelevantes para la siguiente generación y, honestamente, también para la propia generación millennial. Y ya lo sé: todo es efímero, todo va y viene, todo desaparece. Adáptate al siglo XXI, María. Borra todo tu muro de Instagram y empieza de cero. Si yo el mantra me lo sé, pero aún así, la sensación de pérdida constante no deja de acompañarme. Podría enfocarlo como se debería enfocar esto en realidad, entendiendo que no es tanto una pérdida, sino una transformación y que así es internet. Pero es que esa metamorfosis continúa —a la que canta Rosalía y a la que todas aspiramos— es agotadora. Es que casi prefiero centrarme en asumir que tengo que dejar ir, que en pensar que tengo que estar permanentemente actualizada.
En resumidas cuentas, creo que mis ochocientas pestañas abiertas son una estrategia de supervivencia a estos tiempos velocísimos. Sí, mi abundancia de pestañas puede resultar agobiante —sobre todo para el observador externo, porque yo, la verdad, me he acostumbrado a convivir con todos esos pequeños cuadraditos asomando al borde del navegador—, pero creo que es la única manera que he encontrado de “organizar” la información que me interesa (o que creo que me puede interesar) evitando que caiga en el olvido. De hecho, pensando sobre esto, se me ha venido a la mente un texto de Remedios Zafra (a quien ya hemos citado en cartas anteriores) que reflexiona sobre este “horror vacui posmoderno” en el que a nuestros ojos les cuesta tanto “dejar de ver”. Y aunque ella no está hablando de algo tan banal como tener muchas pestañas abiertas en el ordenador, yo no he podido evitar dejarme llevar por esa analogía entre las pestañas y los ojos parpadeantes que Remedios Zafra menciona en Elogio del párpado y apoderarme de este fragmento para darle una interpretación a lo que me pasa:
Como respuesta en el cuarto propio conectado no necesitamos, no especialmente, lágrimas para mojar los ojos y llorar resignados y victimistas por lo que “no podemos”, sino párpados para poder airear y “cerrar los ojos”. Y créanme que nunca esta proclama ha sido más revolucionaria que hoy, puesto que cerrar los ojos no significaría en este contexto resignarse (mirar hacia otro lado), o dejar de ver. Muy al contrario significaría tomar partido por la construcción de nuestras vidas en las pantallas. Aprender a saber cerrar los ojos supondría una interpelación del tiempo propio y el pensamiento interior no sólo más allá de la memoria, sino también más allá de la presión del “instante”.
Es decir, parpadear es una posibilidad para desacelerar, para “neutralizar esa dispersión del exceso, el instante y la velocidad”. Y mi equivalente al parpadeo serían todas estas pestañas abiertas, o más bien, latentes. ¿Absurdo? Puede ser. ¿Un clavo ardiendo al que agarrarme para justificar este hábito tan insano? Seguramente también. Pero mira, cada vez que veo un link que me interesa, siento esa especie de mano invisible digital pegándome un empujón e invitándome a dejar todo lo que esté haciendo para leer URGENTEMENTE algo que hasta ese mismo instante no sabía ni que existía, pero que, de repente, me interesa muchísimo. Una invitación, al fin y al cabo, a no cerrar nunca los ojos. A leer, consumir, atiborrarme de información rápidamente para poder darle a la X y cerrar esas pestañas cuanto antes, y que así no se me acumulen como montoncitos de basura en los bordes del navegador. Aunque acumulando todas estas pestañas abiertas caiga en un horror vacui para huir de otro, de verdad que en cierto modo siento que me libero un poquito de la presión de consumirlo todo en este instante, aquí y ahora. YA.
Esa autogestión del tiempo propio no debe obviar que el tiempo “tiene párpado”. Fíjense. Y que incluso es capaz de hacernos mirar para adentro, no sólo para pensar, también para imaginar lo posible, cruzar y destruir puertas y ventanas. La razón de esta posibilidad es muy simple, no se trata solamente de la crítica que podamos hacer a la vida en el cuarto propio conectado, sino de la crítica que la vida en el cuarto propio conectado puede hacer sobre todo lo exterior a ella.
La mayoría de artículos que he leído sobre “por qué deberías cerrar todas las pestañas que tienes abiertas” se centran en la productividad (cero sorprendente, ¿verdad?) e insisten en que dejemos de engañarnos, que el multitasking no existe y que no tiene ningún sentido mantener ahí esos anzuelos acechantes capaces de desviar nuestra atención en cualquier momento.
Y quizá tengan razón. Igual debería renunciar a esa promesa de un tiempo futuro en el que encontraré las horas necesarias para leer todo lo que hay en todas mis pestañas abiertas. Igual en el fondo hasta quiero hacerlo. Porque, ¿sabéis lo que es realmente liberador? Cuando alguien cierra tu sesión y, sin querer, no restaura las pestañas al volver a abrirla o, directamente, cuando tu ordenador muere y pierdes todas, absolutamente TODAS las pestañas que tenías abiertas. Esta sensación de pérdida y frustración viene seguida de una sorprendente sensación de calma, que puede que sea lo más parecido a lo que se siente al salir de la ducha en un día de calor terrible después de haber terminado, yo qué sé, ¿una tesis doctoral?: absoluto bienestar y paz mental. Pero no nos engañemos, todas sabemos que no durará mucho…
Cosas que han captado mi atención últimamente:
La serie Dead Ringers, basada en la peli Inseparables de Cronenberg, donde Rachel Weisz interpreta a dos gemelas ginecólogas dispuestas a reinventar el mundo de la fertilidad femenina, con todo lo que eso conlleva. Aparte de que ver a Rachel Weisz siempre es guay (y más por partida doble), la serie se mete en buenos berenjenales éticos que, con el ritmo que llevamos, ya ni siquiera parecen tan de ciencia ficción.
El último libro de Poemas de Rocío Madrid 💌
La peli La Mala Familia, del colectivo Brbr. Un documental sobre un grupo de chavales de barrio que, a raíz de la entrada en la cárcel de uno de ellos y de la posibilidad de que alguno más del grupo también acabe preso, comparten charlas, cartas y pitis al sol en un día de verano en el pantano de San Juan, mientras intentan averiguar cómo encarar el futuro cuando el pasado parece un lastre del que es imposible librarse. La peli me emocionó mucho, pero lo que nunca me había pasado había sido acabar llorando en un coloquio post-peli y el viernes pasado en el pase de La Casa Encendida fue justo lo que pasó.
Estoy leyendo Mañana, y mañana, y mañana de Gabrielle Zevin y he de decir que, por ahora, no entiendo el hype que hay con este libro. Pero bueno, solo llevo cien páginas y la verdad es que es entretenido. Lo que me ha llamado la atención es un lugar que se menciona en el libro y de cuya existencia me he enterado gracias a él: la colección de flores de vidrio del Museo de Historia Natural de Harvard. Fue creada por Leopold y Rudolf Blaschka (padre e hijo) durante 50 años y se ha convertido en la razón número uno para que quiera ir de visita a Cambridge, Massachusetts, alguna vez en mi vida. En este video cuentan su historia y se pueden ver algunas de sus creaciones:
Lipstick Lover, lo nuevo de Janelle Monáe, que puede que sea el videoclip más 🔥H🔥O🔥T que has visto jamás. Tanto que Youtube no permite la preview, así que aquí va el enlace para ver el vídeo completo y para cerrar la newsletter dejo el clip que la propia Janelle Monáe colgó hace unos días en su Instagram 💋
Querida, me he sentido tan identificada y muchas de esas pestañas las abro desde esta newsletter ;) Yo también lloré en el coloquio de La Mala Familia.
xx