Este verano seguí durante un par de días la truculenta ruptura entre dos tiktokers que llevaban varios años saliendo juntas (ya os hablé en esta otra carta de mi fijación con las retransmisiones de rupturas online). Al parecer, la supuesta infidelidad de una de ellas desencadenó el drama en pleno mes de julio. Las rupturas suelen ser dolorosas, pero si a ello le sumas la urgencia de generar una narrativa sobre lo que ha pasado casi en el mismo instante en el que te está pasando, la cosa se complica bastante (como diría Miranda July, es como intentar describir la caída mientras estás cayendo).
El caso es que, salseos aparte, unos días después de que se desatara la movida, una de ellas decidió hacer un directo en TikTok hablando de lo que había pasado, o al menos de su versión de lo que había pasado. Durante los directos, esta plataforma te permite enviar “regalos” a los creadores, que luego ellos pueden canjear por diamantes y después por dinero, regalos virtuales como una rosa, un helado, una corona, una ostra con su perla dentro o una manita haciendo el símbolo del corazón coreano.
Entre la oferta de regalos que puedes lanzar en los directos hay un sombrero de cowboy y un bigote, que automáticamente se colocan sobre la cara de la persona que está hablando, como un filtro de Instagram con el que, en lugar de jugar tú mientras estás aburrida en el sofá, juega la gente que te está viendo al otro lado de la pantalla. Ya estamos más que acostumbradas a vernos y a ver a los demás con todo tipo de ornamentos digitales en la cara (mi favorito últimamente es uno que te convierte en Curro), pero claro, que en el momento en el que te dispones a hablar de algo doloroso frente a un montón de desconocidos acabes con ese sombrerito ridículo, es bastante perturbador. Bueno, y también gracioso. Y está tan normalizado que, a no ser que afinemos mucho la vista como hacemos los miopes cuando miramos a lo lejos, ni siquiera nos hace pestañear.
Según Wikipedia, en el ámbito de la informática o los videojuegos, un glitch es un fallo que no afecta al rendimiento del juego. Es decir, que aunque lo detectes, puedes seguir jugando o el sistema puede seguir funcionando a pesar de esa “rareza”. Cuando ocurre en videojuegos, a veces los glitches se convierten en una especie de easter eggs y los jugadores se dedican a buscarlos e incluso a provocarlos de forma deliberada. Los glitches de Los Sims, por ejemplo —que muchas veces aparecen cuando alguien intenta hacer algo que los programadores no habían contemplado— tienen bastante fama, porque lo mismo te generan un bebé demoníaco que un ser de extremidades larguísimas que derivan en una especie de Slender Man o de escultura de Louise Bourgeois. Aunque se mueven raro y su aspecto es monstruoso, los personajes siguen siendo más o menos funcionales, siguen cumpliendo con su papel dentro del juego.
Ya sabéis por dónde voy, ¿no? Claro, también existen glitches en la vida real, momentos en los que sientes que algo falla, pero el fallo está tan normalizado, tan integrado en nuestra forma de ir por el mundo, que nos permite seguir funcionando, aún con ese regusto inquietante al fondo del paladar. A mí me pasa cuando miro los stories de Instagram, ya sean los de otras personas o los míos propios: a pesar de su nombre, los stories no están pensados para contar una historia coherente y lineal (aunque se puedan usar de esta manera en momentos puntuales), sin embargo, al irse acumulando en las burbujas de nuestros perfiles, quien llegue a ellos cuando ya se haya generado esa acumulación, inevitablemente construirá un relato con piezas fragmentarias que nunca tuvieron la intención de pertenecer a un todo. Hablo de cuando en nuestro perfil se encadena un story en apoyo al pueblo ucraniano con otro en el que estamos de fiesta, uno contra la crisis climática con otro en el que cogemos un avión para irnos de vacaciones, uno para quejarnos del político de turno con un meme de cómo somos según nuestro signo del zodiaco. Este fenómeno es especialmente llamativo en verano, donde las guerras, los incendios y las muertes de personajes históricos se mezclan en los stories con las cañitas al sol, los atardeceres en la playa y las paellas con los colegas.
Lo serio, lo dramático, lo reivindicativo y lo triste conviven en la misma línea narrativa con el absurdo, la risa y las monerías de nuestros gatos. Pero es que así son nuestras vidas: fragmentarias. En ellas las cosas pasan así, sin continuidad, sin un hilo narrativo coherente que haga que el todo tenga sentido. En un texto titulado Your Life Is Not a Story (Tu vida no es una historia) (“historia” con su significado original, no con el que le ha dado Instagram desde que implementó los stories), Timothy Kreider hablaba de la falacia de pensar en nuestras vidas como una narrativa lineal explicándolo de esta manera:
La forma narrativa a la que más se parece la vida real es a la telenovela: una historia larga, serpenteante, sin sentido y sin resolución, en la que no sucede gran cosa durante largos períodos, interrumpida por una increíble coincidencia ocasional o una improbable tragedia. Es lo que Homer Simpson describía como "un montón de cosas que han pasado".
En nuestros stories, al igual que en el directo de TikTok donde alguien le colocó un sombrerito y un mostacho a una chavala que se disponía a contar su drama, se suceden las distorsiones, las anomalías y los relatos inconexos que conforman una narrativa Frankenstein, un todo incomprensible linealmente que, sin embargo, dice mucho de nosotras y del mundo en el que vivimos. Un mundo disfuncional, saturado y complejo, lleno de ruido y de urgencia donde hacemos lo que podemos y contamos lo que nos pasa en redes sociales, pero sobre todo, un mundo en el que tenemos que estar presentes y ser visibles online.
Leía estos días lo último de Remedios Zafra y de Brigitte Vasallo, y ambas dan pistas iluminadoras sobre esto que nos pasa en estas nuestras vidas online. En El bucle invisible Zafra habla, entre otras cosas, de cómo la sensación de “vida en presente continuo” que nos invade día-sí-día-también tiene mucho que ver con esa demanda que hemos naturalizado de “pronunciarnos aquí y ahora”:
Repito y vuelvo a empezar. Es la condena del bucle que dificulta la interrupción como si al perder la inercia se perdiera el ritmo de la respiración y de la vida.
Da igual cuánto nos esforcemos por estar online, porque esa presencia será siempre volátil, pasajera, efímera, los demás pasarán por ella como pasan por nuestros stories: por mucho que tengamos la opción de comprobar quiénes los han visto, ese “ver” probablemente no habrá durado más que una milésima de segundo. Tu historia ha pasado por delante de sus ojos a la misma velocidad que el paisaje a través de la ventanilla de un tren. Visto y no visto.
Llevar el yo a cuestas supone poder firmar lo que se hace, es decir, acoger las alabanzas y críticas, la simultánea vanidad y el padecer la ansiedad de vivir exhibidos, allí donde, contradictoriamente, todo caduca rápido, pero se archiva de manera incansable.
Entonces, ¿por qué nos esforzamos tanto? En Lenguaje inclusivo y exclusión de clase, Brigitte Vasallo habla de cómo para asegurar nuestra existencia online debemos producir sin parar “productos mirables”:
En la era del capital digital es necesario producir capital digitalizable, imágenes, memes, ideas, discursos, eslogans, palabras, conceptos, signos, que ya no serán monetizables sino remunerados con existencia.
Es decir, como ella nos recuerda, “existir ya no es suficiente para existir”. Hay que mostrarlo y otras personas tienen que mirar. Lo que deriva en una reflexión sobre la mutación del significado de la frase “lo que no se nombra no existe”:
La inscripción icónica de la frase “lo que no se nombra no existe” adquiere dimensiones inquietantes. Porque la visibilidad que surgía como proceso emancipador, como ocupación del espacio social, queda inscrita en este marco (novedoso) que afirma que, si nadie te mira, no eres nadie. Ese contexto novedoso en el que surge la nueva servitud de la comparecencia.
Aunque pueda parecer muy obvio, es necesario que lo recordemos e incluso que nos lo repitamos como un mantra: también existimos cuando no decimos nada, cuando no nos mostramos, cuando no contamos dónde estamos ni lo que estamos haciendo. Ahora la pregunta sería, ¿y el mundo, también lo sabe?
Volviendo a la idea de las vidas fragmentarias que quedan archivadas en nuestros stories y al concepto de glitch como error funcional que deja en evidencia las costuras de nuestra querida tecnología, me gustaría ir acabando con lo que la artista e investigadora Rosa Menkman proponía hace unos años en su Glitch Studies Manifesto, donde reivindicaba los glitches como agujeros en el conocimiento que debemos explorar. El primer punto de este manifiesto señala que “la continua búsqueda hegemónica de un canal sin ruido ha sido, y será siempre, un dogma deplorable y funesto”. Vivir sin ruido, y más en la actualidad, es un imposible. Hacerlo implica vivir desconectado, una gesta que la verdad me parece inalcanzable (y, personalmente, indeseable) y que suena a privilegio de unos pocos, que seguro tendrán a otros conectados por ellos. Rosa Menkman aporta un rayito de luz, que se cuela por las grietas de estas narrativas a veces tan incomprensibles, pero que ella ve llenas de posibilidades.
En algún lugar dentro de las ruinas destruidas del significado, existe la esperanza; una sensación triunfal de que hay algo más que devastación. Los sentimientos negativos dejan paso a una experiencia íntima y personal de una máquina (o de un programa), de un sistema que muestra sus formaciones, su funcionamiento interno y sus defectos. (…) El glitch puede revelar una nueva oportunidad, una chispa de energía creativa que indica que algo nuevo está a punto de ser creado.
Kim Cascone decía en Las estéticas del error que “el error se ha convertido en una prominente estética en la mayor parte de las artes de finales del siglo XX, recordándonos que nuestro control sobre la tecnología es una ilusión y revelando que las herramientas digitales no son tan perfectas, precisas y eficientes como los humanos que las construyeron”. Muy a menudo, son las máquinas las que se encargan de recordarnos lo imperfectos que somos o, con más frecuencia aún, de sacar a la luz imperfecciones ya instaladas en nuestro ADN. A veces, no nos queda otra que admitir que no entendemos lo que estamos mirando o que no sabemos por qué estamos mostrando lo que estamos mostrando ni qué queremos que haga con ello la gente que lo esté viendo. Pero al menos, en este constante salir de la oscura sala de cine a la calle iluminada por la luz del sol que son nuestras vidas, existe ese momento en el que nos frotamos los ojos para ajustar la visión y vemos chiribitas —quizá lo más parecido a un glictch digital que podemos producir con nuestro propio cuerpo— y ese desconcierto es el único lugar seguro que podemos habitar.
Me despido con un corto de David Pareja y Javier Botet de hace ya unos cuantos años, que me enseñó mi amiga Míriam y que le va al pelo al cierre de esta newsletter <3
Cosas que han captado mi atención últimamente:
Fui a ver Nope y me flipó. Hacía tiempo que una peli no me entretenía tantísimo y me dejaba con tantas ideas rondando la cabeza. Parece imposible combinar ciencia ficción, western, comedia y terror en una misma historia, pero aquí Jordan Peele lo hace y lo hace fenomenal.
Una foto de mis órganos por dentro, de Andrea Abreu, es quizá uno de los artículos que más he visto compartir estos días, así que si aún no lo has leído, por aquí va el link. Esta parte se me quedado clavada en el cuore:
He vivido sola viviendo en pareja, con una persona al lado todo el día he vivido sola y ahora esa persona se va a marchar para siempre, se va a marchar para siempre y voy a descubrir de verdad lo que es estar sola como una puta lagarta envenenada.
Me encanta la newsletter What To Read If, que te recomienda qué leer en función de diferentes obsesiones. Por ejemplo: si te metiste de lleno en el salseo de Don’t Worry Darling, si estás a tope con el Tour de Francia o si esperabas que la cienciología saliera a relucir en la gira de promo de Top Gun. Ojalá alguien haga una newsletter similar en español (libreras y libreros del mundo, yo os invoco).
Otra newsletter que os recomiendo mucho es rechazo, de mi querida y talentosa Mimí Granizo. Ella la define así: “rechazo es una newsletter en la que escribo sobre temas que me producen rechazo o directamente te enviaré artículos que me han descartado para ser publicados en medios de comunicación🕷” (la araña es parte de la cita, sí).
Este podcast de Maria Arnal y José Luis de Vicente para el CCCB, que es una MARAVILLA.