Lo que cuenta una receta
¿Por qué consulto tan pocos recetarios si, en teoría, me gustan tanto?
Empiezo a escribir esta carta en mitad de una gripe exprés que me atacó hace un par de semanas. La parte más chunga solo me duró dos o tres días, pero hacía tiempo que no me ponía así de malita, con fiebres de esas que hacen que tengas sueños delirantes por la noche. Es asombroso cómo, cuando estás en este estado, tu cerebro puede hacerte consciente de partes del cuerpo que no sabías que te podían doler: las cuencas de los ojos, las encías, los nudillos, los pelitos de la nariz al respirar. Esta gripe también me dejó sin olfato ni gusto durante una semana, o más bien con los sentidos alterados, porque no era tanto que las cosas no me supieran a nada o me supieran a poco, es que muchas de ellas me sabían fatal, especialmente el café (si alguien sabe por qué el café en concreto puede llegar a tener ese olor y sabor tan asquerosos cuando estás enferma, que me lo cuente, porfi).
Sin poder oler ni saborear, se me quitan las ganas de cocinar. Nada fuera de lo común, supongo que a mucha gente le pasa. De comer un poco también, aunque al final tienes que comer de todas formas, así que te acabas apañando con cualquier cosa. Pero perder la inspiración a la hora de cocinar, me raya soberanamente. Hace tiempo que apenas miro recetas ni por internet ni en los libros que tengo en casa. Tiendo a dejarme llevar por la intuición que (creo) he desarrollado a lo largo de los años. Y aunque he estudiado cocina, trabajado en restaurantes y experimentado bastante por mi cuenta, si no miro recetas no es por arrogancia, sino más bien por vagancia. Cuando pierdo la inspiración, eso sí, recurro a ellas arrastrándome como una gusana, buscando esa combinación de sabores que a mí jamás se me habría ocurrido o esa forma de preparar un alimento que nunca antes había probado.
Tampoco soy tan categórica como ha sonado, eh. En realidad, sí hay algunas webs de recetas que consulto cuando no sé qué cocinar, como El Comidista, Soul in the Kitchen o NYT Cooking, y esta semana descubrí que ya hay incluso un generador de recetas a través de IA (pero ese aún no lo he probado). Por supuesto, también Bueno Pa Ti, un proyecto del que ya os he hablado en anteriores newsletters —concretamente en la que iba de cocina y salud mental— y que me gusta especialmente por cómo te introduce en la receta, lo que te cuenta antes de explicarte cómo se prepara y los nombres ingeniosísimos que les pone a sus creaciones. Como sé que lee esta newsletter, se lo vuelvo a decir una vez más: soy fan, amiga, muy fan 🥨
El caso es que, aunque me encantan los recetarios por su valor práctico y antropológico, especialmente los antiguos, que te enseñan cosas de la época en la que fueron escritos a través de los ingredientes, los utensilios e incluso la forma de narrar las recetas, he de confesar que los encuentro un poco aburridos. Al fin y al cabo, su objetivo no es literario, sino utilitario y, ojo, esa función la cumplen muy bien. Por eso, cuando me encuentro con libros de recetas que te cuentan algo que va más allá de los listados de ingredientes y los tiempos de cocinado, pues me enamoro. Hoy vengo a hablaros de dos de estos recetarios que han llegado a mis manos últimamente y que me parecen especiales por la forma que han elegido de contar las recetas.
La cocina situada, de Marina Monsonís (a.k.a. Graffiti Receptes), en realidad no es un recetario como tal, aunque sí contiene muchas recetas. Es más bien un diccionario gastronómico escrito de forma colectiva, donde cada persona cuenta algo sobre un alimento, una preparación, un utensilio, una práctica o un término relacionado de alguna manera con la cocina, el comer o el cultivar.
Me encanta la forma que tiene Marina de entender la cocina, siempre vinculada a aspectos sociales, políticos y culturales, es decir, al contexto en el que se desarrolla, lo que le aporta a sus proyectos una bellísima profundidad. Sus recetas sirven para explorar problemáticas, abrir debates en torno a la alimentación, a las prácticas que la hacen posible y, en definitiva, para conectar la comida con otras disciplinas aparentemente ajenas a ella. En este libro una descubre que la cantidad de espuma que lleva el chocolate puede ser una forma de medir el amor (a más espuma, mayor dedicación se ha puesto en prepararlo), que las hojas de col son excelentes envoltorios (100% ecológicos, por cierto) o que el movimiento de una barca puede hacer que el allioli que se prepara en ella sea el mejor del mundo.
La cocina situada contiene además un par de reflexiones sobre los recetarios que me gustan muchísimo. Una es de la propia Marina, cuando habla de los recetarios caseros, esos escritos de puño y letra por algún familiar en un cuaderno viejo o en una hoja arrancada de cualquier libreta:
Los recetarios caseros me alucinan, me encanta leer su pulso. En muchas ocasiones están impregnados de afecto y cariño. Al contrario de lo que nos han inculcado, el conocimiento puede incluir faltas de ortografía. Aprecio la diversidad de estilos; son documentos tesoro, objetos fetiche, transmisores de la memoria familiar y doméstica. (…) En general, no soy muy de fórmulas y eso no se contradice con el amor que tengo a estos manuscritos de cuerpo y alma, que escribieron o escriben en sus libretitas muchas de las mujeres de mi vida. Una receta nos sirve de guía, luego cada una la adapta o hackea; la comida nunca nos sale exactamente igual, es única e irrepetible.
Como persona que cocina mucho a ojo, sufro un poco cada vez que alguien me pide la receta de algo que he preparado, por eso estoy muy de acuerdo con esta afirmación de que “las recetas son guías”, no fórmulas matemáticas escritas en piedra. Incluso aún cuando la comida que he preparado la he hecho siguiendo una receta primigenia, por el camino la he alterado tanto que ni yo misma sé muy bien qué le he echado ni en qué orden. De hecho, lo más probable es que cada vez que la haga cambie algo. ¿Cómo voy a ser una fuente fiable de recetas con este percal? Quizá por este caos mental a la hora de cocinar y por mi afán de no medir las cosas, nunca se me dio muy bien la pastelería, una disciplina donde la precisión es el ingrediente principal del éxito. Pero también creo que aprender a cocinar es, en esencia, eso: perder el miedo a mezclar, a probar combinaciones, a lo inexacto, olvidarse de las fórmulas y estar dispuesta a equivocarse, claro.
La otra reflexión sobre los recetarios que me encanta de este libro es la que hace una persona de la que también me declaro fan absoluta, Carmen Alcaraz, periodista, gastrónoma, directora de Hule y Mantel y una de las creadoras del proyecto Los recetarios. En la entrada RECETARIO, Carmen habla de aquellos que fueron dictados por los cocineros de reyes y condes, los recetarios “respetados, referenciados, conservados y estudiados”, pero también de esos otros que se escribieron en las cocinas de las casas y que no fueron firmados por sus autoras:
(…) amas de casa, sirvientas y cocineras invisibles de las que nunca sabremos su nombre. Catalogados como ephemera, son recetarios menospreciados, olvidados, perdidos y recuperados. El ingenio y la destreza al servicio de la alimentación y el aprovechamiento, espejo del hambre del sistema oligarca. La creatividad, os aseguro.
Y como ella recuerda, en muchas ocasiones los recetarios fueron “lo único que permitieron escribir a nuestras ancestras”, por lo que su valor reside tanto en el fondo como en la forma.
El otro libro del que quiero hablaros es uno que me hizo llegar a comienzos de este año y de manera virtual mi amiga Suraia (Suri), una maravillosa antropóloga, cocinera y artista, con quien tuve la suerte de compartir proyecto en Cocinar Madrid durante varios años. Mezze errante es un recetario, pero sobre todo es un libro de historias de la comunidad libanesa en Uruguay, a la que Suraia pertenece.
La comida, como parte fundamental de nuestras historias de vida, se acaba fundiendo con nuestra identidad hasta límites difíciles de discernir. De ahí que contar una historia de migración, como es la de la diáspora libanesa en Uruguay, a través de la comida sea tan interesante. A Montevideo la mayoría de libaneses llegaron entre 1860 y 1940. En el caso de Suri, fueron sus abuelos, maternos y paternos, los que llegaron a Uruguay cada uno por su lado. Ella nació allí, pero a lo largo de su vida ha viajado con frecuencia a Líbano para visitar a su familia, investigar su legado culinario y hacer diferentes proyectos relacionados con la comida, el arte y la antropología. Este libro no sería lo que es sin todos estos viajes e investigaciones, que Suri ha ido documentando sabiendo que algún día le servirían para algo.
Cuando aceptó la propuesta de hacer un libro de cocina, quiso desde el inicio que las recetas fueran “una excusa, un pretexto” para hablar de la alimentación, “que es compleja y tiene muchas aristas”, como me contaba en un audio de Whatsapp que le pedí que me enviara para poder escribir este texto. ¿Qué sentido tenía hacer un libro que simplemente recopilara un montón de recetas que hoy se pueden encontrar en internet? Me confesaba que justo lo que más le costó escribir fueron las recetas. Acostumbrada a cocinar a ojo, sentarse a detallar las cantidades exactas para cada preparación fue todo un reto. “Tenía pesadillas en las que iba caminando por la ciudad y la gente me paraba en plan ‘hice tus recetas y no funcionan’”. De una cocinera-a-ojo a otra cocinera-a-ojo, empatizo total con este terror a que la gente te eche en cara que no les hayas explicado bien las medidas, los pasos o los tiempos de cocinado, como si sospecharan que te estás guardando información, algún secreto mágico que no quieres desvelarles.
Dice también que le gusta referirse a este recetario como “el libro de las migas”, porque cada receta tiene su presentación, pero en realidad, tiene “muchas migas, muchas fugas de historias pequeñas y reseñas y etnografías culinarias”. Me encantó esta idea y leyendo las 36 recetas que contiene, creo que tiene razón. En la receta del tabule, por ejemplo, Suraia te habla de la disonancia que le produjo descubrir, cuando fue a Líbano, que la base de esta ensalada era el perejil y no el bulgur, que es como ella solía comerla en Uruguay; en la de la batata harra de cómo estas patatas especiadas picantes eran el plato estrella que comía antes de salir por la noche con sus amigos de Beirut; y en la de las hojas de parra rellenas del recuerdo de su abuelo bajo su parra, en Salinas, mirando cada una de las hojas y diciendo “las mejores son las medianas, las tiernitas”. Con este libro no solo aprendes a cocinar, sino que aprendes historias de todo un pueblo, como por ejemplo, que el aprecio de los libaneses por los sabores ácidos tiene, en realidad, una explicación histórica:
Durante cuatro siglos (de 1516 a 1918), el territorio libanés estuvo bajo el dominio del Imperio otomano, los turcos, conocidos por la tiranía y expoliación que realizaban a lo largo de todo su imperio. Para evitar el pago de los impuestos a las cosechas que exigían los otomanos, los libaneses comenzaron a cosechar sus cultivos cuando aún estaban verdes, apenas maduros, y los guardaban para su propio consumo. De esta manera y por repetición, se fue generando una nueva forma de consumo de los alimentos antes de su estado óptimo de maduración.
Este recetario gira en torno al mezze, que en palabras de Suraia “es una coreografía de platillos que se sirven casi todos a la vez, armando como un mantel de platos, un paisaje culinario en la mesa, donde te habilitas a probar todo con todo, rompiendo un poco la lógica de lo que va primero y lo que va después”. En Medio Oriente, el mezze tradicionalmente hace referencia a los entrantes que se sirven antes de la comida principal, pero como explica Suri, en el libro se ha tomado varias licencias, una de ellas ha sido hacer del mezze una comida en sí misma. Los tres capítulos del libro se construyen en torno a tres eventos que tuvieron al mezze como protagonista, eventos en los que, además de compartir mesa, se recogieron muchas de las historias que luego acompañan a cada receta.
Desde el principio sabíamos que no queríamos un recetario tradicional, sino un libro vinculado a lo anecdótico y lo antropológico, a todas mis experiencias. Un poco por ello y un poco por mis imposibilidades de quedarme quieta y sentarme escribir, decidimos que este libro tenía que comenzar siendo performado: teníamos que empezar cocinando para poder dar pie a las historias y las recetas que vendrían luego. (…) Elaborar un mezze es poder ofrecer la mayor cantidad posible de platos, en orden de mostrar gran hospitalidad, generosidad, de hacer sentir como en casa a nuestros invitados —tanto los agendados como los espontáneos—, y es jugar con la habilidad de preparar elaboraciones variadas, coloridas, frescas y sabrosas para compartir.
El primer capítulo contiene los platos que Suraia aprendió en Uruguay y descubrió que eran muy similares en otros países habitados por la colectividad libanesa en la diáspora latinoamericana. El segundo se centra en los platos del campo, los platos rurales que generalmente no comes en un restaurante y que descubrió en sus viajes por los pueblos de Líbano. El tercer y último capítulo son platos inventados por ella misma, que en realidad están muy vinculados con los de los capítulos anteriores, porque representan “la transformación, el movimiento, el estar aquí y estar allá y ser de todos lados”. En ese tercer capítulo, el libro cuestiona cómo se construye culturalmente que la cocina sea “de un lugar” y comparte algunas reflexiones muy interesantes sobre cómo la gastronomía se utiliza para afirmar la identidad.
Un recetario es un libro de fórmulas, una herramienta con la que descifrar los alimentos y saber qué hacer con ellos. Con el tiempo, se vuelven más puntuales, los consultamos solo cuando queremos innovar, o se transforman en una muleta en la que apoyarnos cuando nos falla la memoria. Los recetarios caseros, sin embargo, con el tiempo pueden ir creciendo, engordando su colección de recetas con nuevas adiciones que enriquezcan nuestras mesas y nuestras despensas. En cualquier caso, su valor es incalculable, porque son el registro de toda una cultura, de una forma de hacer en la cocina que es también una forma de hacer en la vida.
Hace un par de años, cuando viajamos a Bélgica a visitar a la familia de mi novio, fuimos a ver a su abuela Albertine al pueblo costero en el que vivía, Sint-Idesbald. Por supuesto, nos preparó algo de comer y nos contó un montón de cosas, entre ellas, algunas sobre los años que pasó en Estepona después de jubilarse. Cuando llegó allí sin saber ni una miaja de español, lo que consideró más urgente aprender fueron los nombres de los alimentos. Y siendo una señora metódica como es ella, empezó una especie de diccionario en una libreta a la que tituló Termes de cuisine. Ahí apuntaba cosas como que maquereau se decía “caballa”, que coing se decía “membrillo”, que la fabada eran “haricots au lard” o que la panceta era “una hoja de tocino entreverada con magro”. En algunos términos apuntaba incluso la palabra en tres lenguas: español, francés y flamenco.
Esto no es un recetario, pero hojeándolo con ella pudimos hacer memoria de lo que cocinó durante todos los años que pasó viviendo en España. Que tanto tiempo después de haber vuelto a Bélgica aún conserve este cuaderno significa que para ella es un objeto preciado, seguramente algo que llevaba consigo cuando iba al mercado o que tenía a mano cuando preparaba alguna receta, un diccionario que contiene parte de su historia de vida. Víctor cree que su abuela lo conservó porque al final se convirtió en un listado de los ingredientes que más usaba y que quizá recurriera a él para recordar cómo se decían en alguno de los varios idiomas que hablaba. Yo, que me pongo más poética cuando veo un cuadernito de cocina escrito a mano por una señora, creo que es casi como un álbum de fotos, un listado de lo que cocinó y comió aquí y allá, y que probablemente solo con leerlo le traiga a la memoria mucho más que simples recetas. Sea como sea, qué emoción que haya conservado este tesoro y que quisiera compartirlo con nosotros esa tarde mientras comíamos pan con mantequilla ❤️
Cosas que han captado mi atención últimamente:
El podcast Normal Gossip. Como su propio nombre indica, va sobre cotilleos de gente normal, gente anónima, gente a la que jamás conocerás en persona, pero de la que ahora sabes sus cotilleos más absurdos, divertidos y humillantes. En cada programa hay un/a invitado/a diferente, con quien la presentadora, Kelsey McKinney, comparte el chisme. Me encanta cómo les va haciendo partícipes de la historia, preguntándoles qué habrían hecho si hubieran estado en esa situación o quién creen que es “el villano” del cotilleo en cuestión. Uno de mis episodios favoritos es el que tiene como invitada a la escritora Sabrina Imbler, autora de libros tan guays como Dyke (Geology) o How Far the Light Reaches: A Life in Ten Sea Creatures.
Este vídeo de Tee Noir: Rihanna vs. Realism.
El Ciberlocutorio sobre Dejar ir con Sara Torres. Va sobre rupturas con amigas, sobre cómo las vivimos, las escasas herramientas que tenemos para gestionarlas, la poca importancia social que se les da y el dolor que pueden llegar a provocar. Es heavy, pero muy muy interesante. Y triste. Y bonito.
Esta ilustración de Airidescence:
Esto de Vulture sobre por qué, por muy buena que sea la adaptación de un videojuego al cine o la televisión (en este caso hablamos de The Last of Us), nunca será lo mismo. La forma en la que nos apegamos a un personaje es muy distinta, porque mientras que en la televisión podemos sufrir y temer por su vida, en el videojuego su vida depende literalmente de nosotras.
Uno puede preocuparse por un personaje en la televisión, pero uno debe preocuparse por un personaje en un videojuego. De hecho, The Last of Us sugiere que el cuidado, por definición, significa elegir no tener opción, aferrarse a otra persona con tanta fuerza que su supervivencia se convierte en una necesidad ineludible. Por supuesto, una serie de televisión también puede tratar estos temas, y la adaptación funciona admirablemente; el punto no es que un videojuego, como otras formas de arte, pueda mostrarnos algo sobre el amor, sino que el amor, en su forma más monstruosa, puede tener la estructura inflexible de un videojuego.
Y tengo en bucle el último disco de Weyes Blood, sobre todo esta canción: