Ya no debe quedar ni una sola persona en el mundo que no haya expresado su opinión sobre lo nuevo de Rosalía. Venga, para que no se diga, ahí va la mía: a mí me ha gustado y, la verdad, no puedo dejar de cantar Candy desde que la escuché. Venga, capítulo cerrado, que ya estaréis más que saturadas del tema y seguro que hace días que habéis encontrado vuestra forma de definiros como motomamis (yo encontré la mía en este tweet). Pero hoy no he venido a hablaros de eso, que ya llegaría tarde, porque el disco de Rosalía salió hace más de una semana y eso es como tres billones de años en tiempo de internet. Hoy vengo a hablar de orejitas. De orejitas de gato o de conejo o de cualquier otro esponjoso animal con el que alguna vez se nos ha asociado a las mujeres. Obviamente, han sido esos cascos de moto con orejitas de gata que vemos en el vídeo de Saoko los que me han inspirado a escribir esto.
Esos cascos me hicieron pensar en lo mucho que las orejitas de algunos animales están vinculadas a cierta idea de la feminidad, una feminidad sexy pero CUUUUuuuuuute, como diría la propia Rosalía. Supongo que si pensamos en mujeres con orejitas, las primeras que se nos vienen a la cabeza son las chicas Playboy. Hugh Hefner, el fundador de la revista, le contaba en 1967 a la periodista Oriana Fallaci de dónde salió la idea de bautizar a las modelos que aparecían en Playboy como “conejitas”:
En Estados Unidos, el conejito tiene una connotación sexual. Lo elegí porque es un animal desenvuelto, tímido, vivaz, saltarín… sexy. Primero te huele, luego se escapa, después vuelve y te entran ganas de acariciarlo, de jugar con él. Una chica se parece a un conejito. Es divertida y alegre.
En Haz el papel de chica, la periodista y escritora Carina Chocano recoge la cita completa de Hefner, que continuaba así:
Piensa en la clase de chica que hemos popularizado: la Playmate del mes. Nunca es sofisticada, no es alguien a quien en el fondo no puedes aspirar. Es una chica sencilla, joven y sana que bien podría ser tu vecina. No nos interesa la mujer complicada y misteriosa, la femme fatale que lleva ropa interior elegante de encaje, que tiene un carácter melancólico y una mente retorcida. La chica Playboy no lleva encaje, no lleva ropa interior, está desnuda, aseada con agua y jabón, y es feliz.
Lo de que “es feliz” ya se encargó Gloria Steinem de desmentirlo en su artículo para la revista Show, que escribió en 1963 tras pasar dos semanas infiltrada entre las conejitas del Club Playboy. A bunny’s tale —así se titulaba el artículo— expuso las condiciones de trabajo de estas mujeres, que estaban lejos de ser ideales, a pesar de que Playboy afirmaba que sus chicas eran “las más envidiadas de América”. Las trabajadoras tenían que comprarse sus propios zapatos, debían destinar 2,50 dólares diarios al mantenimiento y limpieza de sus trajes de conejita, 5 dólares a las finísimas medias de nylon que formaban parte de su uniforme y podían ser sancionadas si iban por ahí con alguna carrera, si llevaban tacones de menos de 7,5 centímetros o si mascaban chicle mientras trabajaban.
Como recogía la Bunny Bible —el manual que las chicas recibían cuando entraban a formar parte del Club Playboy— las conejitas eran una extensión de la revista y debían expresar la personalidad de esta, tenían que ser amistosas con los clientes, hacerles creer que sus opiniones eran muuuy importantes y mostrarse siempre alegres y divertidas. La agencia de detectives Willmark Service Systems se encargaba de controlar que los cientos de normas del Club se cumplían a rajatabla. Aunque las conejitas no podían mantener relaciones con la mayoría de los clientes (solo tenían permitido hacerlo con los más importantes), antes de empezar a trabajar debían pasar por un examen médico que incluía análisis de sangre y una revisión ginecológica, algo que, como señala Steinem, no le exigían a ninguna otra camarera de Nueva York. Además de tener que aguantar el constante acosos de los clientes —al que ellas debían responder siempre con la educada frase “Please sir, you are not allowed to touch the Bunnies”— sobra decir que las conejitas cobraban bastante menos de lo que se anunciaba, ya que el Club se quedaba con un suculento porcentaje de sus propinas y las obligaba a pagar por prácticamente todo.
Cuando Gloria Steinem publicó su reportaje, Hugh Hefner se encontraba en el pico de su fama y, lejos de conformarse con ganar dinero vistiendo a las mujeres de conejitas, se empeñó en publicar una serie de ensayos mensuales en los que proclamaba que su revista y el imaginario que había creado en torno a ella se enmarcaban dentro de la revolución sexual. Que él estaba del lado de las mujeres, vaya. Como afirma The Guardian, el artículo de Steinem pretendía demostrar justo lo contrario: que la revolución sexual sería un fracaso si los hombres eran los únicos que la definían. En realidad, Hefner solo estaba de acuerdo con los movimientos en favor de los derechos de las mujeres siempre que no fueran demasiado lejos: cuando en los 70 se organizó una manifestación feminista en la mansión Playboy, afirmó que esas mujeres “eran su enemigo natural” y que había que hacerles frente.
En su definición de las chicas Playboy, Hefner nos venía a decir que la conejita sexy no podía tener ningún tipo de personalidad ni experiencia ni aspiraciones, la única característica que la hacía atractiva era ser sexy, pero su sexualidad no podía ser, en ningún caso, amenazadora. O en palabras de Carina Chocano: debía ser “una criatura del bosque joven, tontita, indefensa, confiada y fácil de manipular”. La autora de Haz el papel de chica afirma que la revista Playboy fue decisiva para fusionar, en un único ente, la imagen de la chica buena y la chica mala, de la virgen y la puta, una dicotomía desquiciante que las mujeres aún tenemos grabada a fuego en nuestras cabezas.
Bugs Bunny, a menudo considerado el primer personaje de dibujos animados que hizo drag en televisión, se vestía de mujer con mucha frecuencia y, a pesar de ser un conejito que se convertía en “conejita”, no perdía ni un ápice de su ingenio y su personalidad: “Bugs mantiene el mismo nivel de confianza y desenvoltura que tiene normalmente. Las demasiado habituales y ofensivas bromas sobre el cross-dressing están ausentes. No hay ningún gran hurrah cuando Bugs hace el cambio; simplemente lo hace”, afirman en este artículo de Comic Book Resources, donde dicen que incluso el mismísimo RuPaul cita a Bugs Bunny como su primera inspiración drag.
Aún así, cuando Bugs se transforma en chica, casi siempre se vale de la misma herramienta para engañar a sus perseguidores: la seducción. El hecho de que no pierda ni un ápice de ingenio y confianza al transformarse en chica, quizá se deba a que es un personaje masculino, porque de hecho, no ocurre lo mismo con Lola Bunny, la conejita novia de Bugs creada a mediados de los 90 para la película Space Jam. Cuando el año pasado, al hilo del estreno de su secuela, se anunció que el personaje de Lola Bunny había sido rediseñado para que no estuviera tan sexualizado, muchos fans montaron en cólera.
The Ringer publicó un interesante artículo de Carrie Wittmer sobre el tema, en el que se hablaba de cómo Lola Bunny –y también Jessica Rabbit, otro personaje de dibujos animados ultra sexy estrechamente vinculado a un conejo– había sido concebida desde la mirada masculina para la mirada masculina, es decir, desde esa male gaze que solo sabe presentar a las mujeres como objetos sexuales que están ahí para deleitar a los hombres heterosexuales que las contemplan. Tanto Lola Bunny como Jessica Rabbit, señala Wittmer, fueron creadas en una época en la que “la industria del entretenimiento asumía que la mayoría de sus audiencias eran blancas, heterosexuales y masculinas, aún cuando era obvio que esas audiencias tenían menos de 13 años”.
Para este artículo, entrevistaron a una consultora especializada en relaciones parasociales con personajes de ficción (wow, sí, parece que eso existe), que compara la furia de los fans masculinos de Lola Bunny al saber que iba a dejar de ser una bomba sexual con lo que le ocurrió a Miley Cyrus cuando dejó de ser Hannah Montana, un proceso a la inversa —Cyrus pasó de ser un inocente personaje infantil a convertirse en una estrella del pop que exhibía su sexualidad sin complejos—, pero con una clara similitud: “se espera de las mujeres que sean una sola cosa y cuando cambian o evolucionan la gente lo siente como una afrenta personal”. Esta unidimensionalidad femenina se parece mucho a la que describía Hugh Hefner cuando hablaba de las conejitas Playboy.
Históricamente, los conejos han estado vinculados a la fertilidad y a la abundancia, por lo prolíficos que son a la hora de procrear —ya lo decían los Magnetic Fields: “Let's pretend we're bunny rabbits / Let's do it all day long”—, pero también se les ha relacionado —cristianismo mediante—con la virginidad por su color blanco. De hecho, existen algunas representaciones de la Virgen con un conejo blanco, que simboliza su pureza e inocencia.
Como recoge el libro Stories Rabbits Tell: A Natural and Cultural History of a Misunderstood Creature, los conejos han sido utilizados como símbolos religiosos en numerosas culturas antiguas, desde India hasta Roma, pasando por China y Japón, y no siempre han estado asociados a la pureza; de hecho, en muchas de ellas se utilizaban para hacer predicciones por su reputación de estar siempre vigilantes o eran símbolos de buena suerte. Eso sí, al igual que los gatos, también han tenido sus malas épocas, sobre todo en Occidente, y han llegado a ser considerados indicadores de brujería o a relacionarse con las fuerzas malignas.
Paradójicamente, aquellas características de los conejos que los hacen más adorables, como sus enormes orejas y patas, son en realidad sus herramientas para detectar a los depredadores y poder huir de ellos. Y como con tantos otros símbolos en la cultura, se ha abierto la veda para la reapropiación y la reinterpretación. Un buen ejemplo sería Ariana Grande, que utilizó una máscara con orejas de conejo como la iconografía principal de su álbum Dangerous Woman en 2016. Este disco fue un poco lo que el Bangerz fue para Miley Cyrus, una forma de que Ariana se separara por fin del dulce personaje de Cat Valentine y de la factoría Nickelodeon para mostrarse como una mujer adulta. Aún así, no quiso renunciar a uno de sus héroes infantiles, Super Bunny, y la máscara de látex con la que aparecía en la portada del disco es un homenaje a él. Tal y como contaba en una entrevista en Billboard, Super Bunny es su superhéroe y su supervillano, dependiendo del día: “Siempre que dudo de mí misma o me cuestiono decisiones que mi instinto me dice que son las correctas —porque otras personas me dicen lo contrario— me digo ‘¿Qué haría Super Bunny?’. Me ayuda a tomar decisiones”.
Así que el conejo que personifica Ariana Grande está muy lejos de las inofensivas y perpetuamente alegres conejitas Playboy. Aunque para demostrarle al mundo que ya no era una niña recurrió al tópico de mostrarse como una mujer sexy (quede claro que mostrarse sexy está fenomenal y que cada una puede decidir cuándo y cómo hacerlo, pero en la industria del pop a veces parece que la única forma de evidenciar que has madurado profesionalmente es mostrarte de esa manera), la Ariana “conejita” es una superheroína fuerte y poderosa cuyo antifaz la acerca más a Batman o a Catwoman que a una complaciente chica del Club Playboy.
Y si Ariana cogió el look de conejita y le otorgó otro significado, algo similar ha ocurrido con las orejitas de gata y Rosalía. Los gatitos también han estado tradicionalmente vinculados a lo femenino por ser criaturas monísimas y adorables a las que dan ganas de acariciar y achuchar. En inglés, incluso la palabra pussy, que significa “gatito” (además de “cobarde”), se utiliza para referirse a la vulva. Según Wikipedia, el Oxford English Dictionary dice que pussy se utiliza coloquialmente para referirse a una chica que exhibe características asociadas a un gato, “especialmente dulzura o amabilidad”.
Aunque en sus orígenes no parecía tener una connotación sexual, según Glamour fue la industria del porno la que se la dio. A estas alturas, el término ya ha sido más que reapropiado por los movimientos feministas, entre ellos cabe citar a las Pussy Riot, que utilizan la palabra para crear un contraste con “riot” (disturbio), uniendo así dos términos supuestamente antagónicos: ¿quién se esperaría que un lindo gatito iniciara una rebelión? En Estados Unidos, la reapropiación de la palabra pussy tuvo su peak moment cuando, en 2016, se filtró el famoso audio (de 2005) en el que se escuchaba a Donald Trump pronunciar la infame frase de “Grab ’em by the pussy”. En 2017, durante la Marcha de las Mujeres en Washington, esta frase se convirtió en gasolina para las consignas que las manifestantes le dirigían al entonces presidente del país, con pancartas en las que se podía leer “this pussy grabs back” o “this pussy has claws”.
Estas marchas también fueron una marea de pussyhats, los gorros de lana con orejas de gato que muchas mujeres lucieron en respuesta al “Grab ’em by the pussy” de Trump. Está claro que las orejas de gato nunca han tenido el mismo significado que las de conejo, a las que la revista Playboy pareció darles un único significado, pero la idea de que las mujeres son “gatitas” tiernas e inofensivas, sí que está bien asentada en la cultura, con unas connotaciones similares a las de las conejitas del famoso imperio de Hefner. Por su parte, la asimilación del coño a un gatito se sigue viendo con frecuencia en los medios de comunicación, a veces simplemente para burlar la censura de las redes sociales, pero contribuyendo igualmente a infantilizar las vulvas (como contribuyen un poco también todas esas frutas que vemos tan a menudo en sustitución de los genitales).
Con los gatitos entramos también en otro ámbito que, en apariencia, podría tener que ver con la infantilización, que es el territorio de “lo cuqui”. Ahí tenemos a Hello Kitty, icono por excelencia del kawaii japonés, un adjetivo que hace referencia a algo adorable, tierno y achuchable. Según podemos leer en el libro Manga, arcades y karaokes: Cómo la cultura pop japonesa reinventó el mundo de Matt Alt, el primer uso moderno que se conoce de kawaii data de 1914 y se lo debemos a una mujer emprendedora llamada Tamaki Kishi. Exesposa y socia del artista Yumeji Takehisa, este usó su imagen para el panfleto de una boutique que habían abierto juntos en Tokio. En la tienda se vendían postales y artículos de papelería ilustrados con motivos japoneses y extranjeros, diseñados específicamente para las chicas jóvenes, que entre que terminaban sus estudios y se casaban, dedicaban parte de su tiempo libre a escribir cartas. Los diseños de estas postales eran extremadamente cute y Takehisa se refería a ellos como kawaii.
No sería hasta los años 60 cuando lo kawaii se entrelazaría con el manga, gracias a los personajes de Tezuka y a los cómics románticos shōjo, dirigidos a niñas pequeñas. “Para finales del milenio había evolucionado hasta convertirse en un superlativo hiperbólico multipropósito tanto para los jóvenes como para los jóvenes de corazón, es decir, para todas las edades y géneros y orientaciones: un ideal platónico de los conceptos de inocencia y positividad”, nos cuenta Matt Alt.
Pero no nos dejemos engañar: lo kawaii, lo cuqui, es poderoso. Ya lo decía el filósofo Simon May en su libro El poder de lo cuqui, donde se plantea qué nos dice la enorme fascinación social que hay en torno a las cosas que nos despiertan ternura, huyendo de la clásica apelación a la inmadurez o a la superficialidad. Lo cuqui no solo nos atrae porque supone un refugio con reminiscencias infantiles al que acudir cuando el complejo caos del mundo contemporáneo es demasiado para nosotras, sino que filosóficamente la cosa va mucho más allá:
Lo Cuqui es ante todo una expresión burlona de la opacidad, la incertidumbre, la extrañeza, el fluir constante o “devenir” que nuestra época ha detectado en el mismo corazón de todo lo existente, esté dotado de vida o no. Es manifiestamente efímero a la luz de los estilos y objetos en constante mutación que lo encarnan y su única consistencia es precisamente su carácter efímero y no arrogarse ninguna importancia duradera. (…) Expresa la intuición de que la vida carece de firmes cimientos, que no posee ningún “ser” estable y duradero.
Lo cuqui borra las fronteras entre infancia y madurez, entre lo humano y lo no humano, entre lo masculino y lo femenino, entre lo sexual y lo no sexual. Celebra lo indeterminado —algo que siempre nos ha fascinado y perturbado a partes iguales— y, según May, utiliza la vulnerabilidad para liberarse del paradigma de poder. Claro está que, como estética que apela a la vulnerabilidad y a la empatía, lo cuqui también puede ser utilizado con fines cuestionables, para hacernos más digeribles y atractivos discursos terroríficos. Sin embargo, y volviendo a Rosalía, me interesa especialmente la idea de la ambivalencia, de lo indeterminado, de desdibujar las fronteras entre una poderosa motera y una gatita con un elemento tan simple como un casco con orejas.
Los cascos de Saoko recuerdan mucho al que lleva Celty Sturluson en el anime Durarara!! Conocida como “el jinete negro”, Celty es una motorista sin cabeza detrás de la cual se esconde una Dullahan, una criatura mítica de la mitología irlandesa que carga con su cabeza bajo el brazo y que, en el caso de Celty, ha sido robada, por lo que ella debe viajar a Japón para recuperarla. Según la wiki del personaje, detrás de la necesidad de encontrar su cabeza está su miedo a la muerte: “Celty explica que ella quiere controlar la forma en que vive y muere. Pero sin su cabeza en su poder, la decisión no es suya, lo que la lleva a temer el hecho de que ella ya no tiene el control de su vida”.
No sé si la estética de Saoko está inspirada en este personaje y en sus motivaciones, pero de alguna manera, esa idea de “tener el control sobre la propia vida” —o sobre la propia trayectoria creativa— es lo que nos transmite esta canción.
Conejitas, gatitas y otros adorables animalitos asociados con frecuencia a las chicas por su imagen adorable e inofensiva han demostrado que la ternura no solo (y no siempre) es una máscara, a veces también es una actitud a reivindicar, no como lo opuesto a la fortaleza y a la seguridad en una misma, sino como otra forma de ser fuerte y segura de ti misma. No hay que olvidar, al fin y al cabo, que los conejos también tienen dientes con los que morder y los gatos garras con las que arañar.
Cosas que han captado mi atención últimamente:
Este video de Alba Lafarga sobre ser mujer en internet, donde habla de la hostilidad que muchas experimentan en las redes como creadoras de contenido y de cómo formatos como las newsletters y los podcasts, que ella define como “rincones menos ruidosos y con menos alcance”, donde las interacciones no son lo principal, actúan como lugares seguros donde muchas mujeres nos sentimos más a gusto para expresar nuestras ideas y opiniones. Por cierto, su canal de Youtube, dedicado a la filosofía y la cultura, es lo más, así que si no lo conocéis, echadle un ojo a sus vídeos <3
La serie de HBO Minx, sobre el nacimiento de una revista en la que se mezclan textos feministas con fotos de hombres desnudos. Ambientada en los años 70 y en tono de comedia —bastante amable, ojo, que nadie se espere una crítica ácida y profunda—, la serie habla de cómo el lenguaje del feminismo académico no conecta con una parte importante de las mujeres a las que en teoría se dirige, de cómo mantener unos principios feministas dentro de una industria capitalista (y más dentro de una industria como la de las revistas porno) o de cómo el patriarcado afecta también a los hombres. No es la serie del año, pero es muy divertida y con un elenco de personajes llenos de matices.
El podcast Parir en el siglo XXI, sobre la atención al parto y la violencia obstétrica contadas a través de diferentes historias personales y, como dicen desde Barret —la cooperativa que lo produce—, “desde dentro de paritorios, juzgados, parlamentos y ministerios”. Llevan tres capítulos superinteresantes y yo lo conocí gracias a esta entrevista, que también os recomiendo.
Dos libros que me han encantado: uno muy nuevo y otro que ya tiene unos añitos. Cauterio, de Lucía Lijtmaer, que entrelaza las historias de supervivencia y venganza de dos mujeres, una en el siglo XVII y otra en la actualidad. Gracias a este libro conocí, además, la historia de Deborah Moody, que es bastante apasionante. Y Departamento de especulaciones, de Jenny Offill, un libro de 2014 que narra, a través de breves fragmentos, los altibajos de un matrimonio, los desafíos de una reciente maternidad, las frustraciones de no haber logrado alcanzar las metas profesionales y otros muchos “lugares comunes” descritos de una forma nada común.
Mi chico —que, entre otras cosas, es la persona que prepara la comida mientras yo escribo esta newsletter los domingos en pijama—, me ha pasado dos vídeos que no tienen ninguna relación entre sí, más allá de que ambos son maravillosos. El primero, el del biznaguero de la Feria de Málaga, que te explica cómo se fabrican las delicadísimas biznagas. El segundo, esta increíble apertura de la película de 1934 Crime Without Passion, donde tres mujeres encarnan a las Furias, que en la mitología eran la personificación de la venganza y las encargadas de castigar los crímenes de los mortales.
¡Hasta dentro de un par de semanas!