Ya tenía pensado un tema del que quería hablar en una de las próximas cartas de esta mi querida newsletter. Le había estado dando vueltas, había tomado algunas notas, me había guardado unos cuanto links, y de repente… ¡pum! Alguien escribió sobre ello antes que yo. Y mucho mejor que yo, por supuesto. El tema, si os pica la curiosidad, era por qué tantos trends de belleza últimamente tienen nombres de comida (“glazed donut skin”, “blueberry milk nails” o “tomato girl makeup”, por citar solo algunos de los que se han hecho más conocidos en TikTok). Jessica DeFino, que tiene una newsletter fantástica sobre el mundo beauty, justo habló de ello en un artículo para el Sunday Times (que no puedo leer completo porque es solo para socios del periódico, pero sí algunos fragmentos que ella misma ha compartido en The Unpublishable, junto a varios descartes que el Times dejó fuera del texto final).
Me había pasado lo mismo días antes con otro tema que me encontré de repente en un post de Instagram de una persona que citaba muchas de las referencias que yo misma iba a utilizar para hablar de algo muy similar. ¡Qué poco original soy! ¡Qué falta de creatividad! ¡No merezco volver a escribir JAMÁS! Igual suena un poco exagerado, pero más o menos ese es mi tren de pensamiento cada vez que me pasa esto. Y ahora me estoy centrando solo en esta newsletter, pero fuera de aquí, en el curro que hago para diferentes medios, me pasa a diario. Como a tantas y tantas personas que se dedican a lo mismo. Mar Manrique reflexionaba sobre ello hace unas cuantas semanas, citando ese miedo a quedarse sin temas de los que hablar que acecha a quienes escriben, ya sea en un medio, en una agencia o en su propio boletín, cosa que nunca pasa, pero que no evita que vivamos con terror real a que ocurra.
La verdad es que cuando “te pisan” un tema —si es que en este caso podemos hablar de “pisar”, porque nadie te ha robado nada en realidad, ya que esa idea tan increíble que habías tenido no había salido aún de tu cabeza o de tus notas del móvil— jode mucho. Es una chorrada, desde luego, porque nada es tan importante como para que el mundo no pueda vivir sin tu perspectiva sobre ese asunto banal que de repente te ha parecido el más relevante del universo, pero es imposible evitar esa sensación de fracaso que te sobreviene, ese convencimiento de no haber sido lo suficientemente rápida pensando y contando lo que querías contar.
Todo esto me parecen nimiedades en comparación con lo que le pasó hace poco a una amiga. Resulta que fue a ver una película y, al salir, se dio cuenta de que esa peli era básicamente su novela, novela que lleva años escribiendo y que aún no ha publicado. Me lo contó entre risas, pero luego me escribió por whatsapp para preguntarme qué haría yo en su lugar si me pasara lo mismo. La verdad es que el único consejo que supe darle fue que intentara reorientarla, buscar otra forma de contar esa misma historia, porque al final, también es su historia y algo aportará ella que no esté en esa película. Anda que no están el cine y la tele y la literatura llenos de historias que se repiten una y otra vez, solo que contadas de maneras ligeramente distintas. Quizá fue un consejo malísimo, no lo sé, pero supongo que es lo que yo intentaría hacer si me pasara algo así (mentira, *dramatización*: seguramente tiraría la toalla y me pasaría un par de tardes en posición fetal en el sofá mirando al infinito). Otra cosa que le dije fue que se diera tiempo, que tomara distancia y perspectiva sobre su propia novela, y luego, se volviera a sentar a escribir.
Tiempo. Tiempo. Tiempooo. Esa palabra retumba sin parar en mi cabeza cada vez que quiero ponerme a escribir. Bueno, retumba en cualquier momento del día, porque el sentimiento de que me falta tiempo para casi todo es permanente. Y da miedo, porque cuando de repente tengo un ratito libre y consigo no mirar el móvil ni ponerme un podcast o un video de Youtube para llenar el vacío, es increíble cómo la cabeza vuelve a funcionar. ¿Qué novedad, eh? Ahora es cuando os cuento que en la ducha o paseando se te ocurren las mejores ideas y luego me transformo en una pegatina de los 90 que dice “apaga la tele, enciende tu mente”. Un poco jeje, pero un poco verdad también. Porque vivo con la sensación de no tener tiempo para nada mientras pierdo el tiempo en cosas inútiles y contemplo cómo otras personas, en general mucho más jóvenes y listas y guapas, parecen tener tiempo para hacer todo ese montón de cosas que a mí me encantaría hacer. Tillie Olsen, en su libro Silencios, citaba estas palabras de Kafka, desesperado por no poder dedicarse al 100% al trabajo literario y tener que compaginarlo con su empleo en una compañía de seguros, con las que me siento bastante identificada:
No termino nunca nada, porque no tengo tiempo y esto me oprime mucho. Cuando me pongo a escribir después de cierto tiempo, atrapo las palabras como si las sacase del aire vacío. Cuando consigo una, solo la tengo a ella, y todo el trabajo empieza de nuevo desde el principio.
Y mira, puede que la envidia y la sensación de fracaso sean un motor que impulsa la creatividad, pero también pueden hacerte caer muy rápido por el precipicio de la amargura y paralizarte hasta que seas, de verdad, incapaz de escribir nada. Dorothy Parker tenía una frase maravillosa sobre el oficio de la escritura, que es la que da título a este texto: “odio escribir, pero me encanta haber escrito”. Es que sí, Dorothy, es que es justo eso. No hay mejor sensación en el mundo que acabar de escribir algo que por fin te gusta, algo que te saca esa sonrisilla triunfal cuando lo relees. Pero el camino hasta llegar ahí… ay amiga, eso es otra cosa. Batallar contra tus propias inseguridades, contra las distracciones continuas y el autosabotaje, contra el miedo a copiar a alguien sin querer o a decir algo que sea una completa chorrada son solo algunas de las piedras con las que me tropiezo todo el rato. Y sé que no soy la única, porque a la mayoría de las mujeres que conozco que se dedican a escribir les pasa algo parecido. Con las demás no tengo suficiente confianza como para saberlo, pero supongo que también les ocurre.
Me gustó muchísimo este titular de una entrevista que le hicieron a Zadie Smith hace unos años:
Yo no tengo hijos, pero sí que siento, como ella, que escribir es lo último que hago. Desde hace años, en mi “trabajo de oficina” ya no escribo casi nada, así que tengo otros trabajos paralelos (esos que hacen que me pueda seguir definiendo como “periodista freelance” y que me obligan a seguir pagando la cuota de autónomos cada cierto tiempo) en los que sí me dedico a escribir. Porque ya se sabe que en este mundillo cruel del periodismo, si tu nombre desaparece de los medios por un tiempo, adiós muy buenas. Así que desde que tengo un trabajo fijo que hace que sienta menos agobio por pagar las facturas, pero que ha hecho que mi firma como tal desaparezca de la faz de los medios, me veo en una carrera constante contra el tiempo para conseguir una colaboración aquí y otra allí que me permitan seguir figurando de alguna manera. Pero entonces, ¿escribo porque tengo algo que decir o simplemente para seguir “estando ahí” y que alguien se acuerde de mí de vez en cuando? Se supone que escribir es lo que me gusta hacer, es lo que en teoría sé hacer, pero en general, me cuesta horrores hacerlo.
En parte por eso empecé esta newsletter. Porque sentía que ya no escribía sobre nada que me gustase en ningún sitio y porque, en realidad, casi no escribía. Y gracias a ella he vuelto a sentir esa punzada en la tripa mientras tecleaba en el ordenador, he vuelto a tener esa sensación de estar poniendo la última pieza del puzzle cuando por fin terminas un texto y te gusta lo que has escrito. Esa sensación de haber leído tantas veces algo que llevas semanas escribiendo que conoces cada párrafo como si fueran las calles de tu barrio. Esa sensación de “oír lo que escribes” de la que hablaba Ursula K. Le Guin en sus Conversaciones sobre la escritura y que te hace pensar que has conseguido que una frase fluya como tiene que fluir. Ella, sabia como era, decía que las terribles dudas que albergamos las personas que nos dedicamos a escribir quizá se deban, en gran medida, a que es un trabajo que se lleva a cabo en soledad, lo que hace que tus dudas reboten constantemente con la pared de frontón que es tu cabecita.
Este verano, que tuve muchas dudas sobre mi capacidad para escribir, recurrí a Stephen King y a su libro Mientras escribo. Fue como si alguien me diera un abrazo. No solo porque habla de la escritura como lo que es, un trabajo igual que cualquier otro, sin la petulancia que a menudo la rodea, sino también porque describe a la perfección las inseguridades propias del oficio, la importancia de que alguien crea en ti —sin necesidad de que hagan ningún discurso, “basta, normalmente, con que crean”— y porque entiende que la vida no está al servicio del arte, sino al revés. Es un libro que intenta, de verdad, enseñarte cómo escribir o cómo escribir mejor, acabando con toda la pretensión que nos creemos que tiene que haber detrás de lo que escribimos y que suele ser la fuente de muchas de nuestras dudas e inseguridades. Es que, ¿cómo no va a hacerte sentir mejor una frase así?:
Las palabras solo reflejan contenidos. Aunque se escriba como los ángeles, casi nunca se logra expresar plenamente lo que se pretendía decir.
Igual esta os parece una afirmación megasimple, y en realidad lo es, pero a mí me tranquilizó leerla, que alguien que se dedica a escribir admita de esta forma tan honesta que lo que pones por escrito no va a reflejar nunca a la perfección lo que en tu cabeza era espectacular. Puede sonar un poco frustrante, saber que nunca vas a poder expresar exactamente lo que tienes en mente, pero también es muy liberador pensar que las palabras son un límite, una herramienta, una traducción imperfecta, pero la mejor traducción que hemos encontrado para contar cosas. Solo eso y todo eso.
De nuevo, una entrevista de Zadie Smith del año pasado acude en mi rescate para que termine de relativizar todo esto:
Escribir lleva mucho tiempo y siempre parece muy urgente, cuando la verdad es que podrías tomarte una semana libre y no pasaría nada.
Cosas que han captado mi atención últimamente:
La teoría conspirativa de que Taylor Swift asistió a un partido de los New York Jets hace unas semanas para “hackear” el algoritmo de Google, de manera que cuando la gente buscara “Taylor Swift jets”, los resultados que aparecieran primero fueran los de este partido en lugar de los que tienen que ver con el uso que hace la cantante de los jets privados y sus correspondientes emisiones de CO2. No sé si es verdad, pero me fascina que consideremos a las celebrities tan retorcidas como para hacer este tipo de movidas.
Había visto alguna de las piezas de Val del Omar, pero nunca en grande en una pantalla de cine. A principios de octubre pude hacerlo por primera vez gracias a las proyecciones que organizó Cineteca con algunas de sus obras restauradas. Una maravilla. Se me quedó rondando en la memoria este texto tan precioso:
La muerte es solo una palabra que se queda atrás cuando se ama. El que ama, arde. Y el que arde, vuela a la velocidad de la luz.
Esto de The Pudding sobre la soledad, que además explica que cuanto más solos nos sentimos, percibimos de forma más amenazadora las interacciones sociales, que es justo lo que necesitamos para salir de esa espiral solitaria. Hablar de que nos sentimos solas nos cuesta un montón, porque expone nuestra vulnerabilidad a un nivel muy heavy, así que nos lo callamos. De ahí que se hable de que la soledad es una epidemia invisible. Este gráfico, que muestra cómo ha aumentado el tiempo que pasamos solas y solos en las últimas décadas, es bastante devastador.
Tengo muchas ganas de leer Extremely Online, el libro de Taylor Lorenz, pero por ahora me conformo con esta entrevista donde cuenta que los medios tradicionales no saben cómo hablar sobre las diferentes redes sociales y plataformas que les han ido comiendo parte de la tostada. En su día se habló insistentemente de Youtube como “ese sitio lleno de vídeos de gatos” y hoy hay medios que todavía se refieren a TikTok como “la app donde los adolescentes hacen bailecitos”. La lección está clara, pero parece que cuesta aprenderla: a estas alturas de la vida, hay que tomarse internet en serio.
O corno, de Jaione Camborda. Creo que es la primera peli en la que veo cómo una mujer le canta a otra mientras la ayuda a abortar. Poco antes, esa misma mujer ha ayudado a otra a parir. Me sobrecogió ver cómo el cuidado, la voz que te calma, los brazos que te sostienen y la mano que te agarra son tan importantes en uno como en el otro.
Conocí a William Eggleston gracias a una expo que vi en Barcelona, un fotógrafo del que no sabía nada y que me flipó.
Parece que vivimos en la era del cambio constante, pero al mismo tiempo, tengo la sensación de que somos más reticentes al cambio que nunca. Pensaba en ello leyendo este artículo sobre gente que creó una “marca personal” en redes sociales (ayyy el concepto de marras) y que ahora ya no se identifica más con esa online persona. En general, cuando intentan evolucionar hacia algo distinto, el cambio no es bien recibido, porque nadie les percibía en realidad como personas sino como personajes. ¿Y quién quiere que su personaje favorito cambie?
El otro día me pasé un buen rato atrapada en esta cuenta de Instagram dedicada a desatascar diferentes tipos de desagües. ¿Será esta una nueva forma de ASMR?
Esto de Ayme Roman sobre la burocratización de las relaciones.
El lunes estuve viendo a Weyes Blood en directo y fue muy guay 💖 Así que hoy me despido con su último vídeo, que además va mucho con la spooky season que acabamos de dejar atrás🦇
Leerte ha sido como una conversación con esa amiga en la que asientes todo el rato y a la vez no dejas de pensar en qué guay es compartir por un lado una sensación y, por otro, que otra persona sepa expresarlo. Creo que todas las personas que escribimos sentimos muchas cosas parecidas, gracias por ponerle tu voz y expresarlo de manera tan clara.
qué bonito mari