Hasta el año 1835 no existían los espejos. Al menos no los espejos tal y como los conocemos hoy: una delgada capa de aluminio o plata, que se deposita sobre una plancha de vidrio y que nos devuelve, nítido, nuestro propio reflejo. La posibilidad de alimentar nuestra vanidad a base de recrearnos en lo que nos devolvía ese curioso artilugio se la debemos, en parte, al químico alemán Justus von Liebig, que desarrolló la reacción química que permitía depositar esa capa de metal directamente sobre el cristal. El método consistía en una solución de nitrato de plata en amoníaco que se aplicaba sobre el vidrio y se exponía a los vapores del formaldehído (que es un gas, altamente inflamable, por cierto). De esta manera, el nitrato de plata se transformaba en una capa metálica que se adhería al vidrio.
Antes de esta invención, en Venecia ya habían aparecido los carísimos espejos de mercurio y estaño, los primeros realmente nítidos, y mucho antes los de metal o cristal, que devolvían una imagen empañada y borrosa, pero fue el invento de von Liebig el que permitió que se fabricaran de forma masiva. Antes de que eso ocurriera, que no existieran los espejos no impidió a la gente ir en busca de su reflejo en todo tipo de superficies, desde piedras pulidas hasta lagos de aguas tan oscuras como las pantallas de nuestros móviles hoy en día.
La cosa es que, hasta hace bien poco, un espejo era un objeto de lujo para el común de los mortales, por lo que, durante siglos, el hecho de saber cómo te percibía el mundo fue solo privilegio de unos pocos. Y no era un privilegio pequeño. Como cuenta Belén Altuna en el maravilloso libro Una historia moral del rostro, el espejo era “un valioso instrumento de adaptabilidad social” ya que, gracias al reflejo, “el burgués podía establecer con más facilidad una conversación consigo mismo y aprender a controlar su propia representación, su puesta en escena corporal”.
Puede que al pensar en espejos y en burgueses se os venga a la cabeza uno de los cuadros más famosos —y enigmáticos— de la Historia del Arte: El matrimonio Arnolfini de Jan van Eyck. Esta pintura es también una de las más analizadas por la cantidad de símbolos que se esconden en ella, entre ellos, el del espejo. Que sepamos, esta es la primera pintura en la que aparece representado este objeto, hoy tan común en cualquier casa. Se trata de un espejo convexo (aún faltaban cuatro siglos para que el señor von Liebig diera con su fórmula para producir espejos en condiciones), por lo que la imagen que ofrecía no era tan fiel a la realidad como la que obtendríamos de un espejo hoy en día, pero en cualquier caso, era suficiente para reflejar, no solo la escena desde otra perspectiva, sino también el hecho de que en esa habitación había otras dos personas. El matrimonio Arnolfini ha dado lugar a infinidad de interpretaciones, aunque una de mis favoritas es esta que Jonathan Jones hacía en The Guardian:
La clave de esta pintura es el espejo de la pared. Un espejo es algo en lo que te miras para peinarte o para ver cómo luces. Es una máquina de retratos. Este es un espejo convexo, que se parece bastante a la lente de una cámara. Acoge toda la habitación, las espaldas del hombre y la mujer y dos pequeñas figuras que entran por la puerta —las personas a las que el perro está mirando y a las que Arnolfini parece estar débilmente saludando—. Nosotros. El espejo, tan significativamente colocado entre la pareja, es una imagen de lo que esta pintura afirma ser: un verdadero reflejo.
En la era de la hiperconciencia de la imagen propia, pensar en una época en la que el reflejo de uno mismo era un privilegio es casi un ejercicio de ciencia ficción. También lo es pensar en los antiguos significados de los espejos, bastante más divertidos y sugerentes del que tienen hoy en día, la verdad. Como explica Belén Altuna, que los espejos fueran objetos tan inusuales los dotaba de un halo de magia y misterio e incluso de una simbología moral:
Durante muchos siglos, podemos verlo en la iconografía de las alegorías de la Sabiduría y la Prudencia, con una connotación altamente positiva. Para explicar esta filiación suele invocarse generalmente la autoridad socrática. Sócrates (…) animaba a los jóvenes a contemplarse, a fin de que si eran hermosos se volvieran dignos de esa hermosura, y si eran feos, supieran corregir el defecto de su naturaleza con la belleza de su conducta (…). Entendido así, el espejo sería un auxiliar de la máxima socrática “Conócete a ti mismo”; no reflejaría solo unos rasgos físicos, sino que sería el vehículo para entablar un diálogo consigo mismo. Generador de la vida moral, de autoconocimiento, debería ayudar al hombre a vencer sus vicios. El espejo mostraría simultáneamente aquello que el hombre es y aquello que debería ser; remitiría a la reflexión, a la especulación.
Como vemos en este cuadro de Macchietti, el espejo es un atributo de la Prudencia, que se mira en él a la hora de tomar decisiones, ya que este acto simboliza un profundo conocimiento de uno mismo. En la cabeza aparece un segundo rostro oculto, el de un anciano que es “símbolo del pasado y de la sabiduría adquirida de la experiencia”, dos cosas que también pueden convertirse en una pesada carga. Así que, durante mucho tiempo y en buena medida por influencia del cristianismo, el espejo fue símbolo de conocimiento e introspección, un objeto que nos mostraba la verdad e incluso aquello que no queríamos ver. Sin embargo, también fue el cristianismo el que lo convirtió en un símbolo de vanidad, vinculándolo —cómo no— a las mujeres y, por extensión, a atributos como la seducción y el engaño.
Esa dualidad del espejo está perfectamente resumida en este tweet que se viralizó el año pasado y que nos remite a la imagen dosmilera de las protagonistas de algunos clásicos del cine adolescente mirándose en pequeños espejos en momentos en los que necesitaban reconocerse, buscar su propia imagen cuando la sociedad las había convertido en criaturas monstruosas: en el caso de Cady, cuando ya se había transformado en una de las Mean Girls, y en el de Jennifer, cuando se había convertido literalmente en un demonio (por cierto, Jennifer’s Body es una de las mejores pelis de terror con mirada feminista que se han hecho jamás, no quería dejar pasar la oportunidad de reivindicarla en esta mi pequeña parcelita de internet).
Más recientemente teníamos a Cassie al final de la última temporada de Euphoria, llorando y sonriendo, esta vez frente al espejo del baño del instituto, cuando ya se había perdido por completo a sí misma, dedicando toda su energía a la idea de amor romántico con la que había crecido y que la había convertido, a ojos de todo el instituto y de gran parte de los espectadores, en una suerte de monstruo capaz de traicionar —por ese ideal deformado del amor— incluso a su mejor amiga.
¿Qué hacía la gente cuando no podía mirarse al espejo? Ver tu reflejo no solo te permite saber cómo es tu cara —tan a menudo descrita como el “espejo del alma”—, sino sobre todo saber cómo te percibe el resto del mundo. Hay quien cree que los espejos jugaron un papel importante en el auge del individualismo al hacernos conscientes de nuestra propia existencia y, especialmente, de nuestra cara, volcando nuestro interés, no en la experiencia introspectiva que puede suponer verse reflejado en un espejo, sino en la imagen que nos devolvía el cristal. En realidad, poder contemplar nuestro propio reflejo tiene algo de inquietante y sobrenatural, no en vano, en siglos anteriores los espejos estuvieron relacionados con la brujería y las artes adivinatorias; se creía que a través de ellos se podían contemplar cosas que habían ocurrido o que iban a ocurrir. Aún hoy, existen unas cuantas leyendas urbanas con los espejos como protagonistas (¿quién no ha jugado a decir “Verónica” tres veces frente a un espejo a ver qué pasaba?).
En muchas culturas se cree que los espejos atrapan el alma de los vivos y contienen las de los muertos, que pueden quedar prisioneras en ellos. Y en cierta manera, la superstición de que romper un espejo conlleva siete años de mala suerte alberga esa idea de que cuando el objeto que refleja a una persona se rompe, se rompe también la persona que se reflejaba en él. De ahí, quizá, nos venga ese instinto de mirarnos al espejo para contemplar nuestro sufrimiento o para buscarnos a nosotras mismas en medio de él, para encontrar, como decía Belén Altuna hablando de los personajes de Shakespeare que se miran al espejo cuando están rotos por dentro, “el reflejo de nuestra conciencia desgraciada”.
Cosas que han captado mi atención últimamente:
El último disco de Biznaga, Bremen no existe, que está lleno de temazos. Me gustan muchísimo todas las canciones, pero no puedo dejar de escuchar Contra mi generación y Domingo especialmente triste.
El libro La seta del fin del mundo, de Anna Lowenhaupt Tsing, que a partir de la historia del matsutake, un apreciadísimo hongo capaz de crecer en terrenos devastados por el ser humano, va trazando paralelismos con la posibilidad de que nosotros, los humanos, seamos capaces de sobrevivir en las ruinas del capitalismo. Un alegato en favor de la interdependencia y la colaboración entre especies, que sigue la estela de pensamiento de dos de mis personas favoritas en este planeta: Donna Haraway y Lynn Margulis.
Esta semana, en la inauguración de la tienda Paperground (id a visitarla, que es una fantasía), descubrí la revista SOFA, dedicada a pensar sobre el futuro cercano de asuntos tan variados como la intimidad, la masculinidad o el juego, y que además de su versión en papel, tiene una versión online con un montón de artículos guays como este: The Future of Loving.
Me relajan y me inquietan a partes iguales las fotos de las despensas de Kim y Khloe Kardashian. Ese orden obsesivo, esas galletas estratégicamente apiladas en tarros de cristal, esa necesidad de convertir toda tu casa en una foto de Instagram es… fascinante. Y terrorífica. No puedo dejar de mirar.
El videoclip de No One Dies From Love de Tove Lo, que es una historia retrofuturista de amor sci-fi entre la cantante y una robot llamada Annie 3000. Tove Lo ha dicho de la canción que “No One Dies From Love está inspirada en las abrumadoras emociones que siguen a una ruptura. Cuando estás con alguien durante mucho tiempo y de repente se acaba es como si una parte de ti hubiera muerto. Esa persona se convierte en una extraña. Todos los recuerdos están contaminados. Durante la primera parte de la ruptura, crees que no deberías sentirte bien acerca de nada de lo que tuvisteis juntos. Creo que lo que mejor se me da es hacer bailable el desamor. Eso es esta canción”. <3