Los libros que hablan sobre relaciones con las madres me atrapan muchísimo. Cuando empiezo uno, no puedo leer otra cosa en paralelo. Es como si estuvieras entrando y saliendo constantemente de una estancia muy íntima de alguna casa que no es la tuya, pero a la que te han dejado pasar un rato sin que a nadie le importe que escuches todo lo que allí se dice. Entrar y salir sería un poco como de mala educación, ¿no? Supongo que este tema interesa a todo el mundo porque, como dice la famosa frase, “no todas somos madres, pero todas somos hijas”. Y todas tenemos algo que contar (o que ocultar) sobre la relación con nuestras madres.
El fin de semana pasado estuve en Libros Mutantes y compré por casualidad un fanzine que, al leerlo luego en casa, me dejó rota. Tan inocente y color salmón por fuera, tan llenito de espinas por dentro. En realidad, el título ya avisaba: Fingers Become Knives. El fanzine, de Inés Cardó, es la versión en papel de la video instalación del mismo nombre que esta artista realizó en 2021 en el Chelsea College of Arts. Ambas piezas hablan de la identidad, del trabajo doméstico, del colonialismo y la migración a través de la cocina, concretamente a través de la preparación de una tortilla de patata, receta estrella de la madre que la hija trata de replicar cuando se va a vivir a Londres. Pero sobre todo, Fingers Become Knives habla de un aspecto del cuidado que pocas veces se hace visible: el del egoísmo que se apodera de nosotras cuando queremos ser cuidadas por encima de todo, por encima del cansancio de quien cuida, por encima de su propio cuidado.
Inés nació en Bolivia, su familia paterna es peruana y la materna es española. Durante su infancia, su madre preparaba unas tortillas de patata increíbles. Sin embargo, cuando vinieron a vivir a España, dejó de hacerlas y empezó a comprar tortillas precocinadas en el súper, como si las tortillas caseras solo tuvieran sentido cuando su madre estaba lejos de su casa. Una vez aquí, ya no parecían tan necesarias, ya fuera porque la morriña del sabor de una buena tortilla había desaparecido o porque la preparación de esas tortillas tenía mucho que ver con performar una identidad concreta: la de la buena mujer, la buena migrante que sabe preparar la comida de su país de origen. Cuando las tortillas caseras fueron reemplazadas por las del supermercado, una especie de egoísmo empezó a crecer dentro de Inés, el egoísmo de querer ser cuidada. Quería que las manos de su madre “cocinaran solo para ella, que la alimentaran solo a ella”.
Solo cuando le toca pasar de ser cuidada a ser cuidadora (al trabajar como niñera) cuando Inés reflexiona sobre todo esto, cuando el cansancio se apodera de ella y entonces empieza a comprender a su madre, a entender su agotamiento y el trabajo que realmente implica cocinar. El trabajo que conlleva alimentar a otras personas, cuidar de alguien más allá de una misma.
¿Cuántas lecciones aprendemos a través de nuestras madres sin saberlo? ¿Sin darnos cuenta hasta mucho tiempo después? Como si fueran una herencia que cargamos dentro y que, de pronto, un día se revela ante nosotras, así sin más. A menudo en el camino de intentar no ser como ellas, de no parecernos a ellas, de intentar no cometer los mismos errores ni tomar las mismas decisiones. Y sin embargo, hay algo que cargamos con nosotras que nos lleva a sentir esa herencia siempre palpitando dentro. Para Sheila Heti, esa herencia maldita era la tristeza:
Desde que la conozco sé que llora. Yo creía que de mayor sería otro tipo de mujer, que no lloraría y que resolvería su problema del llanto. Nunca me contó qué le pasaba; solo decía: “Estoy cansada”. ¿Era posible que siempre estuviera cansada? De pequeña pensaba: “¿Es que no sabe que no es feliz?”.
Después, al sorprenderse a sí misma llorando sin parar, Sheila se da cuenta de que tiene la misma edad que su madre “cuando se sentía desdichada y lloraba continuamente” y se plantea si, acaso, como le dijo la adivina a la que visitó en varias ocasiones mientras escribía Maternidad, será cierto que esas lágrimas se sembraron en ella antes de que naciera a causa de una especie de maldición. Una maldición que consistía en remediar la pena de su madre. Su madre, a su vez, también vivió tratando de remediar la pena de su abuela, intentando complacerla, a pesar de que nunca fue suficiente. Nunca lo es.
Mi madre trabajó mucho a fin de justificar la vida de la suya. Trabajó para su madre, para dar sentido a la vida de su madre. Estaba vuelta hacia ella, no hacia mí. Y yo, a mi vez, estoy vuelta hacia mi madre, no hacia un hijo. Dirigimos nuestro amor hacia atrás para entender la vida, para convertir en belleza y trascendencia la vida de nuestra madre.
La necesidad de vivir para impresionar a nuestras madres no desaparece jamás. La sintió Sheila Heti y la sintió también Kate Millett. Uno de los libros que más me gustan de ella es el que le dedicó a su madre cuando esta estaba a punto de morir: Mother Millett. Kate vuelve a Saint Paul, su ciudad de origen en Minnesota, e intercambia con su madre los roles de cuidadora y cuidada. Durante este período, observa cómo su madre se va apagando, es testigo de lo frágil que se ha vuelto, de lo despacio que camina e incluso de cómo a veces no se puede tener en pie, de cómo sus manos van envejeciendo un poco más en cada visita. Contempla, por primera vez, la posibilidad de que su madre muera, una posibilidad que parecía tan lejana cuando ella estaba lejos, en Nueva York, pero que se volvió súbitamente real cuando regresó a Saint Paul. Y aún en ese momento tan delicado, después de toda una vida, Kate Millett busca la aprobación de su madre, convencida de que odia todo lo que ha escrito:
Aparto la mirada y recuerdo lo que Doris Lessing decía sobre las madres y la escritura; la madre de Lessing odió toda su vida lo que hacía su hija; ella no trató de complacer a su madre. “Las madres mueren”, decía Lessing, “pero no mueren a causa de los libros”. Y aquí está mi madre, todavía viva, y quiero su bendición, porque este es mi segundo whisky en quince minutos y mi horrible forma de intimidad como escritora mientras me acerco a los últimos mensajes mensajes importantes de la vida, buscando desesperadamente que ella me dé aire, que me dé la oportunidad de seguir viva, es decir, impresa.
¿Nunca dejamos de buscar esta bendición? ¿Aunque sepamos que a nuestras madres no les importan mucho los libros que escribamos o los reconocimientos que obtengamos? ¿Aunque sepamos que a ellas les importan otras cosas que poco tienen que ver con nuestra idea del éxito? La sensación, como dice Kate, es algo así: “en vano, siempre buscaba fuego en ella y en su lugar encontraba sentido común”. Cuando no algo un poco más frío, teniendo en cuenta que, en cualquier conversación, su madre se concentraba en evitar los sentimientos, la introspección o cualquier tipo de comunicación íntima.
De nuevo, en Mother Millett también aparecen las tensiones propias de los cuidados entre madres e hijas. Por un lado, con la edad, la madre de Kate se ha vuelto más “celosa, demandante y posesiva”, algo que va a más cuando enferma gravemente a causa de un tumor cerebral. Por otro, Kate extraña los merengues que su madre preparaba y con los que siempre la recibía cuando iba de visita, “obras maestras que eran el regalo de su amor”, y que ya no volverán. Lo hace en forma de recuerdo cariñoso, pero aquí está de nuevo el reproche silencioso por los cuidados desaparecidos. A pesar de todo, en los últimos momentos de la vida de su madre, Kate y ella establecen una nueva relación, más cercana que nunca y nueva para las dos.
A veces, la aceptación llega solo en esos momentos finales. Chantal Akerman se suicidó un año después de que su madre muriera. Ella, que se definía ante todo como hija, se recluyó en el apartamento de su madre en Bruselas para pasar juntas sus últimos días y despedirse. My Mother Laughs es el libro en el que la cineasta belga recoge estos últimos días, que complementa a No Home Movie, la que sería su última película. En este libro Chantal dice que, ahora, su madre acepta su desorden y la acepta a ella, pero que no siempre fue así. Cree que, llegada a este punto de la vida, ha aprendido a distinguir entre lo que importa y lo que no. Aún así, reconoce que aunque su madre recorta los artículos que aparecen en los periódicos sobre sus películas, en el fondo, cambiaría todo eso porque su hija se peinara un poco.
Quiere creer que no sabré cocinar para ella. Le digo que claro que sé, y entonces ella dice que cuando me quedo con ella es ella la que termina cocinando y luego intenta besarme de nuevo y yo me escabullo de su abrazo y enseguida me siento cruel e incluso estúpida. Qué me costaría, podría simplemente dejarme besar, le haría tan feliz. Pero es difícil entender por qué sigo siendo una niña mayor en blanco y negro. La razón por la que nunca fui capaz de tener mi propia vida. Lo único que puede salvarme es escribir. E incluso entonces, cuando escribo es sobre ella, así que no me proporciona el tipo de liberación que la gente que no escribe se imaginaría. No, no es una liberación. No una real.
Este libro es triste y es precioso. Su título, con la risa de su madre como protagonista, hace justicia a lo que Chantal cuenta dentro: entre los pequeños dramas cotidianos de una mujer mayor a la que le queda poco tiempo de vida —y que no ha tenido una vida precisamente fácil—, su hija no deja de fijarse en su risa. La madre de Chantal Akerman se ríe de todo y de nada, se muere por hablar con todo el mundo, tiene unas ganas terribles de vivir. Quiere que su hija le cuente cosas, cualquier cosa, pero ella no le cuenta casi nada. Juntas hacen la lista de la compra, aunque Chantal odia hacerla. Pero la lista de la compra es la promesa de que por delante aún hay un futuro, al menos uno cercano. En paralelo, Chantal tiene que hacerse a la idea de que en ese futuro cercano, su madre ya no estará.
El momento en el que una madre se hace mayor es uno de los que más vértigo provocan. El cambio de roles, la fragilidad, el tener que sostener a quien te sostuvo a ti durante tantos años, las tensiones de una relación tan compleja saltando por los aires en los últimos momentos de la vida. En Maternidad, Sheila Heti dice algo que me remueve mucho sobre esa obsesión que la mayoría de mujeres tenemos por alejarnos de nuestras madres y convertirnos en alguien diferente. Con un tono un tanto místico, Heti sostiene que de alguna manera heredamos el alma de nuestra madre, que a su vez ha heredado la de la suya, como una especie de matrioska de almas de mujeres que cada una llevamos dentro y que viven a través de nosotras.
Como guardianas del alma heredada de vuestra madre, deberíais ponérselo un poco más fácil esta vez. Tratadla bien, porque lo ha pasado mal. Por primera vez en varias generaciones puede descansar y decidir con verdadera libertad lo que hará. Así pues, ¿por qué no tratarla con auténtica ternura? Ha sufrido mucho, ¿por qué no permitirle descansar?
En esas estamos. Ser madre, imagino, es un camino larguísimo en el que una cambia una y mil veces. Lo mismo, y esto lo sé a ciencia cierta, que ser hija. Y en ese camino nos vamos encontrando, a veces felizmente, otras no tanto y otras conteniéndonos mutuamente para mantener una calma tensa que siga haciéndolo todo un poco llevadero. Queriéndonos, a pesar de todo. Feliz día de la madre, amigas.
Cosas que han captado mi atención últimamente:
Una lectura sobre maternidad que me ha fascinado: este artículo de Jia Tolentino sobre cómo intentó ocultarle su segundo embarazo a su teléfono móvil en la era del capitalismo de vigilancia.
Una lectura sobre no maternidad que me ha fascinado: Perejil y Coca-Cola de Dahlia de la Cerda, sobre el aborto en casa (aquí en formato audio).
El libro La Santita, de Mafe Moscoso, una colección de cuentos increíble, donde hay fantasmas, ciencia ficción, historias de resistencia y de alianzas entre humanas y no humanas, música, comida, volcanes, leyendas. Para antes o después de leerlo, muy recomendable también este texto de Gabriela Wiener.
Si ya has visto la serie de Baby Reindeer, ve a ver el vídeo que ha hecho Soy Una Pringada comentándola.
De la banda sonora de esa misma serie, esta canción de Harry Nilsson.
Vi La quimera de Alice Rohrwacher y al final sonaba esto de Franco Battiato ♡
Otra carta preciosa (por formas y contenido).
Lo más cerca que podré estar de la maternidad lo estoy viviendo ahora siendo padre y he podido reconocerme en muchas de esas cosas, "cargas y regalos" que recibimos y pasamos a las siguientes generaciones. Me ha encantado el concepto de alma matrioska y de ser amables con el alma que nos toca vivir.
Mil gracias, María