El 11 de diciembre de 2019 mi gata Nokia murió. Fue la gata que me acompañó durante buena parte de mi veintena, la primera que fue 100% mi responsabilidad y la que vivió conmigo nada menos que seis mudanzas, cinco rupturas e infinitos cambios de curro. Hasta su muerte fue, sin duda, el animal más importante de mi vida. Su carácter era una de mis cosas favoritas. No era simpática, desde luego no con todo el mundo —en realidad, con casi nadie—, pero a mí me adoraba, con un nivel de adoración que solo debemos permitirles a los animales.
Murió a mi lado, la estuve abrazando hasta que dejó de respirar y ese recuerdo jamás se borrará de mi memoria. Estuvo enferma durante algunos meses y tuve la suerte de poder cuidarla hasta el último minuto. Creo que es la muerte que he vivido más de cerca y una de las que más me han impresionado. He asistido a funerales de amigos muy cercanos, de familiares y de familiares de amigos y, aunque muchas de estas muertes han sido tremendamente dolorosas, todas ellas han llegado a mí en forma de mensaje, casi siempre en forma de llamada a una hora extraña que ya te avisa de que algo malo ha pasado. No he visto morir a ninguna de estas personas, por eso, supongo, ver morir a mi gata frente a mí me impactó tanto. A pesar de la tristeza que te arrasa después de algo así, siempre me ha dado muchísima paz pensar que pude estar a su lado cuando se fue. Ella no dejó de mirarme hasta el final.
Tres de las personas que más admiro en este mundo amaban a los gatos por encima de todas las cosas (o al menos de casi todas). Leerles hablar sobre estas criaturas siempre me ha hecho sentir acompañada en mi fijación por los felinos, especialmente cuando han hablado de su muerte.
Hace unas semanas estuve en Málaga y me crucé de casualidad con una exposición de la fotógrafa Sophie Calle. Uno de los proyectos más recientes de la artista está dedicado a su gato Souris, que murió en 2014 y con el que convivió durante 17 años. En esta exposición se podía ver (y escuchar) el disco que la artista grabó en homenaje al difunto Souris y en el que participan casi 40 artistas, entre ellos Laurie Anderson, Jarvis Cocker, Bono, Benjamin Biolay, Michael Stipe o Pharrel Williams. Se puede escuchar en Spotify, por cierto. En la carátula del vinilo hay fotos de Souris, una de ellas esta, la del pequeño ataúd que le construyeron, tan pequeño que se le salían las patas traseras.
En el video que acompaña al vinilo, donde se ve a Souris paseándose entre la colección de animales disecados que la artista atesoraba en su casa, Sophie Calle cuenta:
Es insoportable imaginar un gato que se enroscaba en el radiador, y cuya piel daba calor, reposando en la tierra gélida. Al irse, los gatos no te dejan casi nada: apenas un comedero y arena, pero sobre todo la ausencia del ruido de sus garras en las escaleras y un fantasma en la casa. A Souris le encantaba estar entre mis dos almohadas. Por las noches es cuando me hace más falta. Sin su respiración, hay un gran vacío. Los fantasmas de nuestros padres no se meten en nuestra cama. “Souris” es la palabra que con más frecuencia he dicho en mi vida. Era el único animal vivo entre los múltiples animales disecados que tengo y les animaba, les daba sentido. Ahora no tengo nada vivo conmigo. Vivo en un cementerio.
“Los fantasmas de nuestros padres no se meten en nuestra cama”. Esta frase se quedó rebotando en mi cabeza durante varios días. Más allá de ese absurdo debate sobre si deberían importarnos más las muertes de nuestros animales o las de nuestros seres humanos cercanos, Calle da en el clavo sobre por qué la muerte de un gato te atraviesa de una forma tan particular: no es solo el dolor de perder a un compañero de vida, sino de perder a quien conoce hasta el último recoveco de tu intimidad, a quien dormía contigo cada noche, a quien formaba parte de tu vida cotidiana hasta tal punto que no te la imaginas sin su presencia. Ellos siempre están ahí. Cuando se van, el vacío es enorme.
Poco antes de que Souris muriera, Sophie Calle le estuvo dando vueltas a la idea de “dar a luz a su gato”. La artista, que nunca ha sentido el deseo de tener hijos, fue advertida por una amiga de que su comportamiento hacia Souris se parecía mucho al de una madre (de hecho, ella misma ha contado que odia que la gente le enseñe fotos de sus hijos y que, cuando lo hacen, ella suele responder enseñándoles fotos de su gato). Así que decidió que lo sería. Se compró una prótesis de barriga de embarazada y planeó llevarla durante unos dos meses, que es aproximadamente el tiempo de gestación de las gatas, para luego dar a luz simbólicamente a Souris. Al final, retrasó tanto el proyecto, que Souris se hizo demasiado viejo y murió, pero Sophie recreó esta idea en la sesión de fotos que acompañaba a una entrevista que le hicieron en 2017 en T Magazine.
Me gusta el tono tragicómico con el que Sophie Calle habla sobre la ausencia y pone al mismo nivel los duelos vividos por las muertes de su madre, su gato y su padre (en ese orden, como diría ella), y cómo se rebela contra esa manía social de ridiculizar a quien sufre por la muerte de un animal con el que, muchas veces, se tiene más cercanía que con un familiar:
Cuando dices que estás triste por el gato, es un poco obsceno para la gente. No puedes decir eso. (…) Si digo que mi madre o mi padre han muerto, todo el mundo me dice ‘Oh, pobrecita, ha perdido a su madre, oh, pobrecita, ha perdido a su padre’, pero si decimos eso sobre nuestro gato, parecemos ridículos. Me hace gracia, porque para mí, en mi día a día, fue incluso más violento, porque vivía con mi gato. No vivía con mis padres.
Otra de las personas que más bonito ha hablado sobre perder a un animal ha sido Agnès Varda. Zgougou era una de sus gatas. En 2005, Zgougou murió y Varda le construyó una tumba en un jardín de la isla de Noirmoutier, donde vivió durante años junto a su marido, el cineasta Jacques Demy. En 2006, hizo un video de cuatro minutos que se repetía en bucle y que tituló Le tombeau de Zgougou. En el video se veía cómo la tumba de la gata se iba cubriendo y descubriendo de conchas, caracolas y flores.
En 2016, Varda recuperó esta película y construyó una pequeña cabaña para proyectarla. La bautizó como La cabane du chat y, al video original, le añadió unos planos grabados desde el cielo en los que se podían ver los pinos piñoneros que rodeaban la tumba y su cercanía al océano. Así, decía Varda, se podía apreciar cómo Zgougou era solo "un diminuto punto en el planeta, una pequeña gata minúscula", pero tan importante para ella.
Cuando presentó la película en 2006, un crítico de cine escribió esto sobre la pieza:
Podemos burlarnos fácilmente de la relación entre las personas y sus animales, pero también podemos observar cómo la desaparición de un animal que uno ha conocido de cerca, a menudo sumerge a los supervivientes en un dolor multiplicado por diez. Quizá sea porque saben que los animales suelen asistir a escenas íntimas de las que están excluidas incluso las personas más cercanas. Los gatos no tienen memoria, pero sus ojos poseen ese aspecto químico de la placa fotográfica. La película tampoco recuerda nada, solo la imagen que se impresionó sobre ella.
¿No es esta la descripción más bonita que habéis leído jamás sobre los ojos de un gato?
Agnès Varda decía que esta obra no era tanto un memorial, como una evocación de su gata, una forma de imaginársela, de recordarla artísticamente. No fue la única vez que Zgougou apareció en la obra de Varda y en otro breve video titulado Hommage à Zgougou la describió como "un viejo ángel con alma de gato. La reina, la esfinge y la belleza".
La tercera y última persona de la que quiero hablar es Chris Marker, otro cineasta que, además de adorar a los gatos, sentía por ellos una absoluta fascinación por su capacidad de ser al mismo tiempo juguetones e indescifrables. Me gusta mucho cómo habla este texto de la obsesión de Marker por los gatos, imaginando que esta provenía de su poder de observación, “de su idiosincrasia, su pertinencia para el retrato, su ilegible inteligencia, su habilidad para devolvernos la mirada o para ofrecer una mirada que no está regulada por la nuestra, y su estatus dual como animales que entrenamos y que a la vez nos entrenan a nosotros”.
Chris Marker no solo incluyó imágenes de gatos en muchas de sus pelis, sino que además se dedicó a perseguir fantasmas de gatos sonriente por las calles de París. A principios de los 2000, estos felinos amarillos aparecían de forma recurrente en los muros de la ciudad, en lugares bastantes inaccesibles. A medida que los gatos se fueron acercando a la gente se volvieron más vulnerables, hasta que acabaron por desaparecer.
Sans Soleil, una de sus películas más conocidas (y mi favorita), construida a partir de fragmentos de cartas y de imágenes de viajes, trata sobre la función del recuerdo y de la memoria humana, y contiene un precioso fragmento en el que se ve a una pareja japonesa acudiendo a rezar a un templo lleno de figuritas de gatos:
Me escribió que a las afueras de Tokio hay un templo consagrado a los gatos. Me gustaría poder expresar la simplicidad, la falta de afectación de esa pareja que vino a depositar una tablilla de madera grabada al cementerio de gatos. Así, su gata Tora estará protegida. No, no estaba muerta, solamente desaparecida, pero el día de su muerte nadie sabrá cómo rezar por ella, cómo interceder para que la muerte la llame por su verdadero nombre. Era preciso que vinieran aquí los dos, bajo la lluvia, para cumplir con el rito que repararía el tejido del tiempo en el punto en el que se había descosido.
No soy religiosa, pero sé que cuando mi gata Nokia murió, de una u otra forma pronuncié mentalmente una palabras similares a las que esta pareja le dedicó a su gata Tora: “Querida gata, estés donde estés, que tu alma pueda encontrar la paz”.
Me despido por hoy con este video de Chris Marker y su gato escuchando música, una pieza tan bella como relajante.
Cosas que han captado mi atención últimamente:
Este breve artículo (en inglés), titulado The End of Takes, publicado al hilo del bofetón de Will Smith a Chris Rock —que hoy ya parece una noticia del siglo pasado, pero que copó el debate público durante días y dio pie a reflexiones muy interesantes, como esta de Desirée Bela-Lobedde sobre el misogynoir— y que habla de la imperiosa necesidad que tenemos de opinar en caliente sobre temas de los que la mayoría no tenemos nada interesante que decir.
Este otro artículo (también en inglés) sobre la aparentemente significativa diversidad de Los Bridgerton que, si se analiza de cerca, igual no lo es tanto. Viene a decir que la serie se conforma con que todo el que la vea encuentre en ella su tipo de cuerpo o tono de piel, pero sin encuadrar todos esos rasgos en ningún tipo de contexto, a pesar de que la ficción se sitúa en un (muy fantasioso e idílico, eso sí) Londres de principios del siglo XIX. Ya sabemos que la serie no persigue ningún tipo de realismo, pero al despojar a los personajes de esa parte de la historia, quizá la cosa se queda en mera estética. ¿Opiniones?
Me está gustando mucho la serie sobre Julia Child en HBO, por su protagonista (Sarah Lancashire, que está fantástica), su humildad a la hora de contar la historia de esta leyenda de la cocina, y esta escena en la que Child se pone a cocinar una tortilla francesa en un programa de televisión, dejando al presentador absolutamente anonadado.
Ayer fui a ver la lectura dramatizada de Yo soy el monstruo que os habla, de Paul B. Preciado, y fue muy emocionante. Como la pieza ya no está en cartel, os recomiendo el libro, que recoge el discurso que el filósofo pronunció en 2019 frente a 3.500 psicoanalistas en l’École de la Cause Freudienne en París.
En la newsletter anterior hablábamos de conejitos y esta semana he descubierto a la artista taiwanesa-australiana Jaguar Jonze, que ha lanzado Trigger Happy, el nuevo single del que será su álbum de debut, Bunny Mode. Aparte de que la canción mola mucho, me ha interesado lo que ha dicho sobre lo que ella llama el “modo conejo”, un mecanismo de supervivencia en respuesta a las amenazas físicas, psicológicas y emocionales, que consiste en quedarse quieta y callada en lugar de gritar. Ella, que es superviviente de una agresión, habla abiertamente sobre los abusos en la industria musical y sobre cómo, durante décadas, estas agresiones han sido ignoradas y silenciadas. "Este álbum es un viaje para decir adiós a ese 'modo conejo'. Hacer este álbum ha sido un proceso de decir: gracias por salvarme y permitirme sobrevivir hasta este punto, pero ya no te necesito".