Después de más de tres meses sin enviar esta newsletter, se me hace raro volver sin un “hola, amigas”, así que, allá vamos: ¡HOLA DE NUEVO! Esta ausencia, de la que probablemente nadie se haya dado cuenta, que bastantes historias tenemos ya en la cabeza, se debe a que otras cosas me han tenido bastante liada estos últimos meses y su urgencia se ha acabado imponiendo sobre todo lo demás. Pero bueno, aquí estoy de nuevo en vuestros buzones un domingo más.
Formalidades aparte, a la hora de volver a sentarme a escribir, me dio por echarle un vistazo al apartado de “Borradores” de esta newsletter, donde voy acumulando notas sobre temas de los que, en algún momento, me ha apetecido hablar. Al parecer, un buen día hace más de un año, se me ocurrió que quería escribir sobre toda la locura que se desató con la aparición de ChatGPT, la inteligencia artificial y el apocalipsis que parecía cernirse sobre nuestras cabezas por culpa de estas tecnologías que eran capaces de imitar habilidades tan humanas como la conversación, la escritura o el dibujo. La cosa era tan inabarcable que durante semanas leí compulsivamente todo lo que encontré sobre el tema en internet, tomé infinitas notas y escribí párrafo tras párrafo hasta que el texto se volvió larguísimo y casi laberíntico. Vamos, que quise abrir tantos melones que luego no sabía cómo cerrar ninguno de ellos. Esto, tengo que admitir, me pasa bastante a menudo —especialmente escribiendo esta newsletter, je je—. Y si te dedicas a escribir, esto es un problema. Os lo aseguro.
Intentar hablar sobre un tema inabarcable me hizo darle vueltas a la idea misma de lo inabarcable y hasta qué punto las cosas que me lo parecen lo son en realidad. Creo que ya conté en alguna newsletter anterior la angustia que me dio de pequeña cuando experimenté por primera vez la sensación de que el universo era algo tan grande que no podía pensar en su inmensidad sin agobiarme. Algo así como un vértigo loco y abstracto que te hace darle vueltas al mismo pensamiento en espiral hasta que acabas teniendo la sensación casi física de estar cayendo por un precipicio. Intuyo que me pasó cuando en el cole nos estaban enseñando los planetas del sistema solar y empecé a ser consciente de que éramos unos puntitos muy pequeños en un planeta muy pequeño dentro de un sistema planetario bastante pequeño dentro de una galaxia no tan pequeña dentro de un universo gigantesco. Uf, aún ahora cuando lo pienso me da ese mismo vértigo mental.
El caso es que todo el tema de la IA y esa incertidumbre en torno a qué será de nosotras en un futuro previsiblemente dominado por las máquinas, me provoca una sensación similar, supongo que por esa misma condición de “inabarcabilidad” que genera todo este tema. El artista y escritor británico James Bridle publicó hace unos años un libro que, a pesar de los tiempos acelerados en los que vivimos y de tratar sobre tecnología y futuro, no se ha quedado desactualizado. En La nueva edad oscura Bridle habla de lo incomprensible que resultan internet y los algoritmos trayendo a colación los hiperobjetos, un término acuñado por el filósofo Timothy Morton para abordar el calentamiento global. A Morton se le ocurrió este término después de una especie de crisis existencial que tuvo al darse cuenta de que se topaba constantemente con fenómenos vastísimos e incomprensibles para la mente humana.
Un hiperobjeto es algo que nos rodea, que nos envuelve y nos enreda, pero que es literalmente demasiado grande para verlo en su totalidad. Esto se puede aplicar a internet y también a lo que está ocurriendo con las inteligencias artificiales: estamos creando un mundo que no somos capaces de pensar. Como explica Bridle:
Las estructuras que hemos construido para extender nuestros propios sistemas de vida, nuestras interfaces cognitivas y hápticas con el mundo, son las únicas herramientas que tenemos para detectar un mundo dominado por la aparición de hiperobjetos. Justo cuando comenzamos a percibirlos, nuestra capacidad para hacerlo se está desvaneciendo.
El sistema solar es un hiperobjeto —ya sabía yo de pequeña que ahí pasaba algo—. También lo son los agujeros negros, el capitalismo o la idea misma de todo el plástico que producimos a lo largo y ancho del planeta. Son pensamientos que agobian por sí mismos, cosas imposibles de concebir por nuestro cerebrito limitado de humanos. Y esto, aparte de curioso, es paralizante, porque al desafiar la racionalidad, este tipo de conceptos nos impiden pensar la realidad y actuar sobre ella. Los hiperobjetos son bastante desconcertantes, pero aunque puedan tener ese efecto entumecedor y un poco terrorífico, también son capaces de hacernos pensar más allá de lo que estamos acostumbradas. La sensación de insignificancia dentro de algo inabarcable no siempre es negativa, de hecho, puede arrastrarnos a lugares interesantes y a pensamientos sobre la condición humana de lo más profundos, ¿menos limitados quizá? ¿Más interconectados con el resto de cosas que habitan en el mundo?
En el Manifiesto cíborg, Donna Haraway decía eso de que “nuestras máquinas están inquietantemente vivas y nosotros, terriblemente inertes”. Ella hablaba de cómo, a finales del siglo XX, la distinción entre lo natural y lo artificial era cada vez más ambigua, pero hoy en día, la fusión con las máquinas es casi total. Y hasta ahora, su opacidad nos resultaba curiosa, entretenida y a veces incluso divertida. ¿Cómo es posible que ese chatbot sea tan listo? ¿Cómo lo hace? Detrás de nuestra cara de sorpresa y fascinación, lo que hay es un enorme signo de interrogación. No entendemos nuestras propias creaciones. Asumir que, detrás de cada interfaz que vemos hay un montón de cosas que no vemos —y que la mayoría tampoco entendemos— implica asumir la incomprensión del mundo que nos rodea. Aún así, seguimos atribuyéndole a las máquinas una especie de pensamiento neutral y objetivo, en el que confiamos por encima de nuestra propia experiencia. Ellas adquieren más autoridad, su forma de pensar cambia la nuestra e incluso la supera, porque con la cantidad de datos que generamos, ellas son las únicas capaces de procesarlos y, como dice James Bridle, aquello que es posible se acaba convirtiendo en aquello que es computable. El mundo se organiza de forma más eficiente, pero más inescrutable para los seres humanos. Y esto no va solo de que los robots acaben dominando el mundo, sino de algo, por ahora, mucho más terrenal:
La historia de la automatización y el conocimiento computacional (...) no es simplemente una sobre máquinas más cualificadas que ocupan lentamente el lugar de los trabajadores humanos. También es una historia sobre la concentración del poder en menos manos y la concentración de la comprensión en menos cabezas.
Que las máquinas están aquí para hacer que nosotras, las humanas, nos cuestionemos nuestra existencia es algo que venimos intuyendo desde los orígenes de la ciencia ficción. Es imposible no fascinarse con la idea de que algo creado por nosotras mismas sea capaz de superarnos y, cómo no, también de destruirnos.
Aunque igual lo que más a menudo hacen las máquinas es reírse de nosotras. Ahí tenemos esos captchas que nos obligan a probar nuestra humanidad ante la máquina y nos plantean más veces de las que nos gustaría una pregunta con demasiadas capas de lectura: ¿Eres un robot? Marcar la casilla de “no soy un robot” puede parecer un método absurdo de detección de no-humanos, pero en realidad el sistema analiza el comportamiento de nuestro ratón sobre la pantalla y otros muchos parámetros para verificar que, en efecto, no somos robots. Y aunque la ventanita de “¿Eres un robot?” sigue apareciéndonos de vez en cuando, el sistema se ha sofisticado de tal manera que la decisión acerca de nuestra humanidad se toma de forma imperceptible para nosotras, otorgándonos una puntuación invisible que nos acerca o nos aleja de ser un programa o un bot. Ya no necesitan preguntarnos, simplemente… lo saben.
Con el tiempo, Timothy Morton se arrepintió un poco de haber escrito el libro sobre los hiperobjetos, porque aunque quería transmitir a la gente una cierta sensación de ansiedad hacia el mundo que nos rodea y que estamos destruyendo, no quería que eso provocara aún más malestar. Sin embargo, ponerle nombre a algo que tantas personas sentían pero no sabían cómo definir, es algo poderoso. Estoy bastante de acuerdo con esto que dice Laura Hudson en Wired cuando habla sobre los hiperobjetos:
A pesar de las preocupaciones de Morton, no creo que Hyperobjects sea un libro completamente pesimista. Aunque ciertas partes me han dejado atormentada y un poco asustada, hay algo en descubrir el lenguaje de un sentimiento, en ser capaz de nombrarlo, que me empodera: una forma de encontrar un asidero en la tenue luz de la confusión en lugar de dando vueltas en la oscuridad.
Esta última semana, en la que México, Estados Unidos y Canadá han podido contemplar un eclipse solar total, me ha dado bastante alegría de vivir ver que aún somos capaces de fascinarnos por algo que nos supera. Y de hacerlo colectivamente y convertirlo en un fenómeno del que querer formar parte. Toda esa gente conduciendo durante horas para ver bien el eclipse, montándose picnics para mirar al cielo junto a un montón de gente más o poniéndole gafas protectoras a sus perros para que no se hicieran daño en los ojos son un poco el meme de fé en la humanidad restaurada. Luego está nuestro empeño en querer capturarlo haciéndole una foto pocha con el móvil que no se parecerá en nada a la experiencia que viviste cuando hiciste la foto, pero como explican en este artículo:
Estas imágenes sirven como recordatorios tangibles de nuestras experiencias. Validan nuestros recuerdos, fijan las historias que contamos y nos permiten compartir estos momentos con los demás. Mirar imágenes de gente contemplando un eclipse en otras épocas también puede ofrecer un sentido compartido de conexión a través del tiempo. Se trata de un fenómeno que es más grande que nosotros y estas imágenes nos conectan a la experiencia de las generaciones que nos precedieron.
Seguir intentando capturar los eclipses con nuestros móviles para recordarnos a nosotras mismas que fuimos parte de ello es bonito, pero he de decir que para mí hay algo que lo supera, y es toda esa gente que durante estos días se ha dedicado a recrear el eclipse de todas las maneras posibles, con sus propios cuerpos y con lo que tuvieran más a mano. Mi favorita es esta:
Enable 3rd party cookies or use another browser
Pero hay muchas, muchas más. En La nueva edad oscura, James Bridle decía que, en el fondo, las tecnologías son historias que nos explicamos a nosotros mismos sobre lo que somos y de qué somos capaces. Pero estas tecnologías por sí mismas no producen el futuro ni son mágicas ni están separadas de la agencia humana. Igual estos vídeos son la mejor prueba de que no nos hemos rendido todavía, de que los hiperobjetos pueden parecer angustiosos e incomprensibles, pero que siempre habrá alguien que le saque el lado más humano. No solo seguimos intentando capturar lo inabarcable, sino que somos capaces de hacerlo nuestro y de convertirlo en parte de nuestras historias.
Cosas que han captado mi atención últimamente:
Sobre el eclipse, me gustó mucho este episodio de Hoy en El País sobre nuestra fascinación con estos fenómenos y lo que extrae la ciencia de ellos.
Björk es una gran fan de las teorías de Timothy Morton. En la retrospectiva que el MoMA dedicó a la artista en 2015, se incluía la correspondencia que ambos mantuvieron durante algún tiempo y que se puede leer aquí.
Si te van las historias de fantasmas y el true crime bien narrado y documentado, tienes que escuchar este podcast. Ghost Story tiene todos los ingredientes que un relato podría tener para gustarme: un asesinato aparentemente resuelto que igual no es lo que parece, el fantasma de una mujer sin cara, supuestos espías, médiums y gente británica contándolo todo de una forma deliciosa. También nos propone una reflexión sobre cómo a veces nos obsesionamos con encontrarle a las historias explicaciones más rocambolescas que las que ya de por sí tienen. Y sobre cómo el pasado nunca queda atrás, sino que nos acompaña en el presente, que es otra forma de decir que los fantasmas viven aquí, entre nosotras.
Este artículo de Laila El-Haddad sobre cómo mantener viva la memoria de una persona a través de sus recetas, en su caso, la de su tía Um Hani, asesinada por los bombardeos del ejército israelí en Gaza. Laila, además, es la autora junto a Maggie Schmitt del maravilloso libro The Gaza Kitchen: A Palestinian Culinary Journey.
Esta entrevista con Robin Green, guionista de Los Soprano y Doctor en Alaska, y la primera periodista que hubo en la revista Rolling Stone.
Esta sección de The Paris Review recrea recetas salidas de diferentes obras literarias (tiene el mejor nombre del mundo, por cierto: Eat your words), y me hizo especial ilusión encontrarme con esta dedicada a Ursula K. LeGuin. Gracias a Instagram también descubrí que Ursula tenía su propio recetario, que comenzó poco después de casarse y que incluía muchas recetas de su madre, de quien aprendió a cocinar.
He empezado a ver la serie de Ripley y por ahora me está gustando mucho, y mira que me daba bastante pereza porque no veía yo la necesidad de otro remake si ya existía la fabulosa peli de los 90 con Matt Damon, Jude Law y Gwyneth Paltrow. No sé cómo seguirá la cosa en los próximos capítulos, pero solo por Andrew Scott y por esas imágenes de la costa amalfitana, ya merece la pena.
Esto sobre Frieda Hughes —la hija de Sylvia Plath y Ted Hughes— y la urraca George, de la que cuidó cuando estaba herida. Y cómo hizo para no leer nada escrito por sus padres durante buena parte de su vida y su obsesión por no parecerse a ellos.
Esta nutria con su bebé.
Por supuesto, hoy me despido con Lana del Rey y Billie Eilish cantando juntas en Coachella. Pelillos de punta con sus voces y con cómo se miran estas dos personas al final de la actuación 🤍
Otra obra maestra por la que merece estar viva un domingo