Lo primero que sale en Google al buscar el término “infinitivo”:
Forma no personal del verbo que expresa una idea verbal de forma abstracta, sin concretar las variaciones gramaticales de voz, modo, tiempo, aspecto, número y persona.
Lo que dice la RAE:
Forma no personal del verbo, cuya terminación en español es -ar, -er o -ir, que se asimila al nombre en ciertos contextos, puede formar perífrasis verbales y se usa de modo característico en la subordinación sustantiva.
Lo que dice Wikipedia:
El nombre "infinitivo" procede del adjetivo latino īnfīnītīvus que significa "sin límite" y era considerado a veces uno de los "modos" de la gramática latina (…). El nombre responde al hecho de que el infinitivo no está limitado por diversas categorías gramaticales de los verbos en forma personal.
Abstracto, impersonal e ilimitado. ¿Será el infinitivo el tiempo verbal más adecuado para existir en el presente? Desde hace unos cuantos meses, en internet han ido apareciendo una serie de cuentas cuyos nombres siguen siempre la misma fórmula: un sustantivo + un verbo en infinitivo. La primera que yo conocí (gracias a mi amigo Dani) fue piedras.tirar. Después vino tortillas.girar (a la que, por cierto, contribuí enviando un video dándole la vuelta a una tortilla) y la que he empezado a seguir más recientemente es metros.perder, dedicada a capturar ese desesperante momento en el que crees que vas a llegar a coger el metro, pero no. Además de los correspondientes videos de la gente llevando a cabo las acciones que dan nombre a cada uno de los perfiles, en los comentarios se valora la ejecución de la acción, se puntúa del 1 al 10 o se señala algún detalle que la descalifique por no ser “canónica” (por ejemplo, hay quien le da la vuelta a una tortilla precocinada 😒 ).
No hay mucho más que decir sobre estas cuentas, que son puro entretenimiento y que me tienen bastante enganchada (sobre todo la de las tortillas, por razones obvias). Pero sí que me llama la atención que todas utilicen el infinitivo para describirse a sí mismas de una forma casi esquemática, como es propio de este tiempo verbal. Es como que han captado mejor que nadie el espíritu de nuestro tiempo: la falta de perspectiva temporal.
Al inicio de su libro Esclavos del tiempo, Judy Wajcman explica que parece existir una percepción compartida de que la aceleración marca el tiempo contemporáneo, lo que nos lleva a sentir que todo sucede mucho más rápido que en épocas anteriores y que no tenemos ningún tipo de control sobre ello. “Las cosas parecen ocurrir a un ritmo implacable, imbuyéndonos de una noción del tiempo distinta”. Es decir, que toda esta prisa que se ha convertido en motor de nuestras vidas no es inocua, sino que modifica incluso nuestra perspectiva sobre el tiempo como tal. Dicho así, es una cosa bastante fuerte.
La sensación de ajetreo constante, de vivir siempre ocupadas, de tener que hacer dos cosas a la vez (siempre mejor que una) y de soñar despiertas con que alguien meta un palo en esta rueda de hámster espídica en la que rodamos sin parar, es nuestro pan de cada día. Pero ¿por qué nos pasa esto? Wajcman apunta con su dedo de socióloga feminista a una bonita paradoja:
Si la aceleración tecnológica implica que hace falta menos tiempo (para la producción, el transporte, etc.), ello debería entrañar un incremento del tiempo libre, lo que, a su vez, ralentizaría el ritmo de vida. Sin embargo, lejos de hacerse más abundante, el tiempo parece ser cada vez más escaso.
Y, entre otros, cita a David Harvey, que viene a decir que la culpa es (sorpresa, sorpresa) del capitalismo:
El capitalismo rápido aniquila el espacio y el tiempo. Las distancias que antaño entorpecían el comercio global dejan de tener sentido en la medida en que los humanos se comunican cada vez más utilizando tecnologías «en tiempo real». El tiempo se descontrola mientras la distancia desaparece en un mundo de acontecimientos instantáneos y simultáneos. La aceleración, pues, se refleja en las temporalidades sustanciales de la existencia humana, en especial en la creciente sensación de compresión espaciotemporal en la vida cotidiana. (…) Con el capitalismo, el tiempo es literalmente dinero, y «cuando el tiempo es dinero, más deprisa significa mejor» y la velocidad se convierte en un bien indiscutido e indiscutible.
Si el tiempo es dinero, ¿cómo nos vamos a permitir perderlo? Jenny Odell hablaba de ello en su libro Cómo no hacer nada, donde decía que nuestros yoes están siendo colonizados por las ideas capitalistas de productividad y eficacia. Ella lo comparaba con la amenaza que pende a menudo sobre espacios públicos como parques y bibliotecas (lugares donde no se compra ni se vende nada) de convertirse en bloques de apartamentos o en cualquier otra cosa que sí dé dinero. “Así como perdemos espacios no comerciales, también concebimos todo nuestro tiempo y nuestras acciones como potencialmente comerciales”.
Aunque parezca que la convergencia entre capitalismo y tecnología ha acabado por alterar nuestra propia noción del tiempo y que la sensación de vivir a un ritmo acelerado es cada vez más patente, tampoco es que seamos las primeras generaciones a las que les pasa esto. El progreso —entendido de la forma más tradicional y más vinculada a la tecnología— suele traer consigo una desorientación generalizada y nuestro sentido del tiempo siempre ha estado muy vinculado a los objetos y al avance que estos suponían: el telégrafo, el tren, los ordenadores… Pero con el tiempo, los hemos ido incorporando a nuestra vida o sustituyéndolos por otros aún más avanzados y el desconcierto inicial ha quedado en el olvido más absoluto.
Judy Wajcman es partidaria de no ver solo el lado oscuro de la tecnología, señalando que oponerse a la innovación tecnológica y atrincherarse en la melancolía de tiempos más lentos no vale de nada y, además, "ha sido durante mucho tiempo dominio exclusivo de la teoría política conservadora”. Si nos sentimos aceleradas, no es culpa de la tecnología, sino de las prioridades y parámetros que hemos establecido como sociedad. La tecnología no afecta tanto a la cantidad de tiempo que tenemos, sino a la calidad de este, y la noción de tecnología que hemos interiorizado es la que viene de Silicon Valley, que tiene el foco puesto en la innovación y la velocidad, y que busca constantemente nuevas formas de tenernos pegadas al móvil. Por eso, dice Wajcman, hay que tener un debate público sobre las tecnologías en lugar de dejarles todo el poder de decisión a estas empresas.
Además, es la cultura que se genera en este tipo de empresas la que otorga tanto prestigio social a la gente que vive muy ocupada, siempre que esta gente sea de un perfil determinado, claro. Una de las afirmaciones que más me gustan de Judy Wajcman es esta: “Las madres que trabajan están mucho más ocupadas que esos tipos de Silicon Valley”. Pero ser una madre trabajadora no tiene ningún prestigio en comparación con ser un ejecutivo en una tecnológica. Por otro lado, leer a Wajcman también me ha hecho pensar mucho sobre cómo, muchas veces, esa afirmación de que “vivimos aceleradas” se hace desde el privilegio:
Una colega mía estudió el comportamiento de los taxistas en Nueva York. Pasan muchísimo tiempo esperando para facilitar que la gente rica vaya deprisa a los sitios. Algunos van deprisa gracias a que otros se lo posibilitan. Vas al aeropuerto y te encuentras con una cola rápida para ricos. ¿Qué es un movimiento slow en esta situación? Háblele de la aceleración a un parado, o a los refugiados que esperan en Calais. La escasez de tiempo es algo burgués.
Quienes nos quejamos de la aceleración solemos vivir en países ricos, casi siempre en ciudades, trabajamos pegadas a un ordenador o a un móvil y, en ocasiones, acortamos demasiado la distancia entre nuestro trabajo y nuestra identidad. Quejarse de no tener tiempo es algo bastante generalizado, pero quejarse de vivir aceleradas igual sí que está más vinculado con el tipo de trabajo que hagas y la forma de vida que lleves, y en ese sentido, sí tiene que ver con el privilegio. Sin embargo, en ambos casos, el hecho de “tener tiempo” o más bien de “tener control sobre nuestro propio tiempo” acaba convirtiéndose en un lujo, y por tanto, en terreno abonado para que alguien lo rentabilice.
Ahora mismo, en el Museo Reina Sofía, se puede visitar la sede del Instituto del Tiempo Suspendido (ITS), un proyecto de Javier Bassas y Raquel Friera que cuestiona los regímenes temporales que ordenan nuestra sociedad y que busca derrocar la crononormatividad.
La crononormatividad está basada en una concepción lineal, evolutiva, télica, productivista, cuantitativa del tiempo. El ITS se orienta, por tanto, hacia la reapropiación del tiempo expropiado por todas las prácticas que reducen la cronodiversidad constitutiva de los seres (humanos, animales, vegetales).
¿Quién o qué se encarga de expropiarnos nuestro tiempo? Pues el estrés laboral, por ejemplo, o ciertas presiones sociales por “no perder el tiempo” que nos empujan a tener que ser siempre productivas y que hacen que nos sintamos mal cuando no lo somos. Cuestionar el tiempo y cómo lo invertimos es una forma de cuestionar el mundo. Y suspender el tiempo implica dejar de aceptar las temporalidades de nuestra vida de una forma tan natural como lo hacemos. Igual que para Jenny Odell “no hacer nada” no significa dejar de hacer cosas, sino recobrar el control sobre nuestra propia atención que está siendo constantemente mercantilizada, para el ITS, “suspender el tiempo” no implica quedarse en el clásico elogio de la pereza (que también está guay), sino “entender que nuestro modo de vivir el tiempo depende de un ‘régimen temporal’ que cada época impone como forma del poder”. Suspender el tiempo es ser capaz de pensar fuera de él y de sus parámetros. Que la perspectiva temporal deje de ser la que mande en nuestras vidas.
En 2022 empezó a aparecer en TikTok el hashtag #humancore junto al copy “humans being humans”, una serie de vídeos de gente haciendo cosas de lo más normales por la calle. Nada especial, excepto la forma de mirar. Básicamente consiste en observar a personas que no saben que las están grabando y que, justo por eso, actúan de forma “auténticamente humana”. Más allá de dinamitar cualquier límite de privacidad grabando a gente sin que lo sepa —aunque sean escenas que, en general, suceden en espacios públicos y su objetivo sea poner en valor lo que están mostrando—, es fascinante que nos maravillemos así ante otros seres humanos actuando como tal. Claro que, en el momento en el que decides grabar ese instante y convertirlo en contenido, una parte de la magia desaparece. Es como ponerle un filtro aesthetic a la realidad. Aún así, a pesar del artificio, entiendo la belleza que intentan transmitir estos vídeos. Igual que los perfiles en infinitivo de los que hablaba al principio, la cosa va de cambiar la mirada, de darle toda nuestra atención a cosas banales que, en el fondo, son la vida misma.
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Lo que me da tanta paz de cuentas como piedras.tirar, tortillas.girar y metros.perder es que estén dedicadas a apreciar momentos tan random de la vida cotidiana. Todas cumplen bastante bien con esa propuesta que hacía Jenny Odell de proteger “nuestros espacios y nuestro tiempo para las actividades y los pensamientos no instrumentales, no comerciales”. Ella dice que lo que le motivó a escribir Cómo no hacer nada fue “el rechazo a creer que, de alguna manera, la época y el lugar presentes, y las personas que están aquí con nosotros, no son suficientes”. Y mira, pocas cosas más satisfactorias que darle la vuelta a una tortilla sin derramar ni una gota de huevo o escuchar cómo una piedra hace ¡plop! al caer al agua. Y pocas cosas más estimulantes a las que prestar atención que los gestos cotidianos, que justo por dirigir hacia ellos nuestra mirada pueden hacer que veamos el mundo de una forma completamente nueva y diferente. O, al menos, que lo veamos.
Cosas que han captado mi atención últimamente:
La peli Anatomía de una caída, de Justine Triet, que va un poco de descubrir si un señor se ha tirado por la ventana o le han tirado, pero que sobre todo va de las dinámicas de poder, envidia, culpa, rencor y frustración que se generan dentro de una pareja a lo largo de los años. Y de cómo se negocia en lo íntimo. Y de la misoginia que se desata en un juicio en torno a la vida entera de una mujer que se sale de la norma. No os la perdáis, que como decía Flaca, es una peli “en la que actúa bien hasta el perro”.
Este artículo de 2020 sobre gente que cultiva vegetales gigantes. Que por cierto, son casi siempre hombres (qué raro que la masculinidad y lo de competir por ver quién planta el calabacín más grande tengan algo que ver, ¿no?). Al artículo de The Guardian llegué indagando un poco sobre las personas que tienen este hobby después de empezar a seguir a Gerald Stratford en Instagram, la persona con el polar más molón de toda Inglaterra y archiconocido en redes sociales por su amor a los vegetales.
Esto sobre Nicolas Cage y la capacidad de internet para convertirlo todo en un meme, que a veces está muy guay y otras, no tanto.
Que Barilla tenga una cuenta en Spotify con playlists que duran los minutos de cocción exactos que necesita cada tipo de pasta.
Ahora que ha pasado el Black Friday y que aún no han llegado las rebajas, este artículo que se pregunta si la ropa nunca debería tener descuento.
Los vídeos de Look Around You, que parodian programas de televisión científicos británicos:
Siempre es un gustazo leer a Nacho Moreno (a.k.a. Palomitas en los Ojos) y hace unas semanas empezó una newsletter. Se llama emociones baratas y es una maravilla.
Al parecer, hay bastantes adolescentes que aman LinkedIn. ¿Por qué? Pues por ser un espacio libre de ironía, peleas, humor oscuro y porque no genera el FOMO que generan las otras redes sociales. Vale, ¿pero qué hace en LinkedIn gente que todavía va al instituto? ¿Aprender a performar la empleabilidad y a hacer networking con 14 años? Por favor, ¡manteneos alejades del mundo del trabajo todo lo que podáis, todo el tiempo que podáis! ¿Y no es un poco inquietante que la red social que genere más bienestar entre la gente joven sea una dedicada al trabajo, el ámbito en el que, por lo general, sobrevivimos a base de frases vacías, evitamos conflictos y fingimos alegría?
La historia de Rosa Pérez, copista de El Prado. No sabía casi nada de estos copistas con los que a veces te cruzas cuando visitas el museo, pero de lo desde luego que no tenía ni idea es de que cumplen varias funciones:
Al museo le interesa que sigan existiendo los copistas porque son un atractivo más, ausente en otras pinacotecas. Además, cumplen un servicio educativo que hace que el público valore más las obras originales. “Queremos que tengan un cierto nivel porque a la gente que se para les explican el cuadro que tienen delante”.
Esto:
La fantasía uncanny valley que es la última canción de Björk en colaboración con Rosalía: