Llevo varias semanas siguiendo por Instagram las etapas de la ruptura de una persona que no conozco. Obviamente, asumo que hay un componente de morbo en mi interés por esta historia, como si estuviera siguiendo una novela por entregas o una serie en Netflix. Sin embargo, soy muy consciente de que esto no es ficción, al menos no en lo esencial, ya que todas adornamos de alguna forma lo que exponemos en las redes sociales. Es la vida de alguien, más concretamente, es la vida de alguien desmoronándose ante mis ojos.
Solemos referirnos a este tipo de colapsos en forma de posts en redes sociales con un cierto desdén, utilizando el término “autoexponerse” o, si nos gustan más los términos en inglés, oversharing, que literalmente significa “compartir demasiado”. Exponerse así, ante la audiencia virtual que sigue nuestro perfil en redes, no está bien visto. ¿A quién le importa lo que estás contando? ¿No sería mejor que lo hablaras con tus amigas? ¿O con tu psicólogo? ¿No te da palo que la gente lea estas cosas? En buena medida, estos juicios se anclan en una idea de la intimidad que no sé si nos sigue siendo útil hoy en día –¿qué queda dentro y qué fuera en nuestras vidas atravesadas por todas estas tecnologías que nos invitan a compartirlo todo todo-el-rato?– y en esa visión de que hablar de cómo nos sentimos debería quedar relegado al ámbito de lo privado. Por no exponernos completamente, por dejar algo al misterio y a la imaginación, por discreción, por vergüenza, por decoro, por favor.
El concepto de intimidad cada día me provoca más extrañeza. En cambio, el de autoexposición me genera cada vez más simpatía y entendimiento. Cuando estás mal, el consejo más habitual (y es un buen consejo, que conste) es “busca ayuda, habla con una amiga, compártelo con alguien”. Pero muchas veces, la simple idea de pensar en tener que interactuar con otra persona cuando estás en tu momento más bajo da vértigo, náuseas, te revuelve entera. Por no decir que quienes nos conocen NOS CONOCEN y, por tanto, ante ellos ya estamos expuestas antes de que hayamos abierto la boca. Y con esto no estoy desdeñando en absoluto el poder de una charla reparadora con una amiga o un amigo –¡qué hay más sanador que eso!–, pero a veces estas personas no están cerca o no están disponibles y, otras veces, seamos sinceras, ese tipo de consuelo no es el que buscamos. El consuelo que recibimos de quienes nos conocen bien no siempre es una palmadita en la espalda, no siempre consiste en darnos la razón como nos la dan los emojis de corazones y fueguitos que aparecen debajo de nuestros desahogos en internet. ❤️🔥❤️🔥❤️🔥❤️🔥 A veces no queremos sentirnos cuestionadas, no queremos exponernos ante alguien que conoce tan bien nuestras partes más oscuras, solo queremos eso: corazones y fueguitos.
Autoexponerse en redes sociales, del mismo modo que autoexponerse en una novela o en un ensayo, solo que de forma más inmediata y exponiéndonos también a los comentarios de la gente en tiempo real, ofrece una ilusión de “lugar seguro” desde el que hablar de lo que nos ha hecho daño (y entrecomillo lo de “lugar seguro” porque ya sabemos de sobra que internet no lo es en absoluto, sobre todo para las mujeres). Es una suerte de barrera de protección que nos permite una interacción controlada con otras personas que, quizá, sienten o han sentido lo mismo que nosotras. ¿Hay algo más universal que una ruptura, que estar harta de todo, que la soledad, que la ansiedad? Es una intimidad ilusoria, pero una intimidad al fin y al cabo. Quizá la que necesitábamos. Además, está el hecho de que somos una versión mejor de nosotras mismas cuando escribimos que cuando se lo contamos cara a cara a alguien con el rímel corrido. Menos impulsiva (sin duda), pero más acertada (también sin ninguna duda).
“Existen desconocidos que sienten lo mismo”, la frase que da título a este post, está sacada del ensayo Expuesta, de Olivia Sudjic, donde la autora habla de su ansiedad recurrente y de cómo, además de paralizarla e incapacitarla para muchas cosas, también es un detonante que le ayuda a reflexionar sobre sí misma y que incluso juega un papel fundamental en su escritura. Sudjic, como escritora que triunfó con su primera novela y que se vio, de pronto, inmersa en una espiral de autopromoción, entrevistas y críticas a lo que había escrito, habla también de qué implicaciones tiene exponerse, especialmente para las mujeres. Que “lo personal es político” sea uno de los lemas más extendidos –y a veces malinterpretados– del feminismo no es casualidad. Pero aunque las emociones y la vulnerabilidad han estado tradicionalmente asociadas a las mujeres, no acaba de estar bien visto que las expongamos en público. El libro de Sudjic se abre con una frase de otro libro, Amo a Dick, de Chris Kraus, que resume a la perfección esta paradoja:
¿Por qué todos piensan que las mujeres se degradan a sí mismas cuando exponen las condiciones de su degradación?
No compartir los sentimientos es una de las piedras fundacionales de la masculinidad. Emociones = igual a = debilidad. Y en parte es esta lógica la que está detrás de frases como “¿no te da vergüenza contar estas cosas en público?” o del hecho de tildar de locas o histéricas a las mujeres que se autoexponen en redes. “La tristeza es una reacción legítima a un mundo que nos entristece”, dice Olivia Sudjic (AMÉN🙏), y aunque se tiende a considerar como narcisistas o necesitadas de atención a las personas que “comparten demasiado”, la mera idea de “compartir demasiado” es ya de por sí absurdamente abstracta y subjetiva. Depende, por ejemplo, de la plataforma en la que lo hagamos. Como afirmaba este artículo de i-D, nadie acusaría a nadie de hacer oversharing en Tumblr, donde los usuarios suelen ser anónimos, pero sí en otras redes sociales donde utilizamos nuestros verdaderos nombres o en las que podemos ser más reconocibles, como son Instagram, Twitter o Facebook. Depende de los límites de quien te esté leyendo, de si la vara de limbo de su tolerancia a la intimidad ajena está más alta o más baja. Y depende también de nuestros propios límites personales (que conste que estoy muy a favor de borrar lo que hemos publicado en plena bajona si nos arrepentimos después).
Por eso, creo que la mejor definición que he encontrado de lo que significa “compartir demasiado” es esta que daba Nylah Burton en The Verge: “Lo que define al oversharing no es lo que compartes, sino hasta qué punto estás respetando tus propios límites y priorizando tu propia salud cuando compartes algo, teniendo en cuenta que no puedes controlar las reacciones de otras personas”.
Está claro que internet puede ser un lugar muy hostil, que las redes sociales pueden disparar nuestros niveles de ansiedad, que exponer frente a desconocidos algo demasiado personal puede traernos consecuencias negativas y que las plataformas en las que compartimos nuestras miserias no dejan de ser empresas que sabrán sacarle algún beneficio a cada grieta de nuestra salud mental. También que la vulnerabilidad se ha convertido en algo así como una tendencia y en una casillita más que marcar en el test de “ser una persona auténtica” que ahora todo el mundo quiere ser en internet y que, en el caso de personas con miles o millones de fans, puede llegar a cotas que rayan en la banalización del dolor. Esa exposición que a muchas personas les resulta balsámica, puede acabar derivando en un sentimiento de exposición abrumadora e ingestionable. No a todas nos hace bien e incluso a quienes les hace bien, no se lo hace en todo momento. Exponerse es un movimiento calculado, si no, se trataría de catarsis y, aunque la catarsis es un movimiento igualmente liberador, es mucho más caótico y su efecto boomerang puede ser tan potente que nos tumbe de un golpe. Cuando compartimos algo, conviene que no nos olvidemos de protegernos.
Sí, hay una cara turbia del oversharing, pero creo que prefiero vivir en un mundo en el que haya espacio para que todo el mundo ventile sus malestares en redes sociales si siente que eso le va a ayudar. Últimamente hablamos mucho de la importancia de ir a terapia, pero igual no hablamos lo suficiente de los problemas que, de hecho, nos hacen ir a terapia. Y eso debería ser igual de importante. Leer desgracias ajenas reconforta, quiero pensar que no por un sentimiento mezquino de disfrutar con el malestar de los demás, sino simplemente porque nos devuelven un reflejo familiar y nos hacen sentir menos solas. Nos permiten mirar a través de los ojos de otras personas cuando las dudas que nos devuelve nuestra propia mirada nos impiden avanzar.
Tampoco subestimemos lo extendida que está la soledad: contar nuestras cosas en internet puede ser un simple bálsamo que alivie el aislamiento. Ahí tenemos el fenómeno de los videos sobre rupturas que llenan TikTok y YouTube. Un ejemplo de este tipo de contenidos es el de la influencer y modelo australiana Lumma Aziz, que hace unas semanas documentaba así en su canal de YouTube el sufrimiento tras la ruptura con su pareja.
En este video ella explica que, como la ruptura le pilló en el confinamiento, no pudo quedar con nadie para hablar de ello en persona y se tuvo que quedar encerrada en la casa que había compartido con su novio hasta la fecha. Un dato importante es que esta era su primera ruptura y que la relación, por lo que ella cuenta, era bastante dependiente. “Fue un tipo de dolor diferente, que no había sentido antes en mi vida”. Si cada ruptura se siente un poco así, como un dolor único e incomparable, imaginaos la primera. En lugar de escribir un diario de cómo se sentía, decidió filmarlo, editarlo y subirlo a YouTube y acudió a las redes sociales en busca de ese consuelo que no encontraba en otro lado.
Una vez superada la sensación de lo autoconsciente y teatral que parece todo el mundo cuando se graba en video llorando y, aunque el gesto de exponerse en busca de consuelo podría parecer frívolo, lo cierto es que, a veces, el comentario de un desconocido a quien tu historia le toca de una forma particular puede llegarte de una manera extrañamente profunda. Las reacciones en redes son muy emocionales, en ocasiones casi viscerales, y aunque esto tiene su lado negativo, también tiene uno positivo: la gente es más intensa de lo que sería en persona y, cuando estás jodida, esta intensidad en forma de comentario o de emoji puede ser tan reconfortante como llorar bajo la manta.
A lo largo del video de esta chica hay muchas lágrimas, muchas canciones tristes de fondo, muchos clásicos de las rupturas –“nadie va a volver a quererme nunca”, “fue mi culpa”, “aún espero que me escriba un whatsapp y me diga que quiere volver conmigo”, el momento de borrar sus fotos del móvil, el de no voy a salir jamás de este agujero y el de levantarte por fin una mañana y darte cuenta de que has dejado de sentir ese dolor– y una frase que se me quedó grabada: “hay una parte en mi feed de Instagram donde estaba completamente deprimida, pero jamás la distinguiríais de las demás”. Creo que en el Instagram de todas hay una parte así (en realidad, suele haber más de una) y, en cierta manera, explicar nuestros malestares en público, contribuye a resquebrajar el cristal de esta ficción de felicidad colectiva que vivimos en las redes sociales.
Además, en los tiempos del ghosting, del dejarte en visto sin explicación y de los silencios incomprensibles que te rompen el corazón, contar en redes tu versión de la historia es una forma de recuperar el control sobre lo que te ha ocurrido, incluso de darle una forma que te permita digerirlo mejor. La escritora Amelia Tait compara los TikToks de los adolescentes de hoy con los melodramáticos estados de Messenger o con el “es complicado” en los estatus de Facebook de antaño: todos son una performance pública de algo que nos hace sufrir. Es cierto que un video es mucho más revelador que un críptico estado de Messenger, pero los tiempos cambian –el concepto de privacidad en redes sociales para los adolescentes hoy en día es muy diferente al que teníamos hace diez años– y la esencia viene a ser la misma.
Recuerdo que, hace unos meses, fui a escuchar una charla en Conde Duque sobre la intimidad. Al salir, cenando con unas amigas con las que había ido a la charla, una de ellas comentó que a veces, cuando miraba Instagram, se cruzaba con cosas que sentía que no necesitaba saber de gente a la que apenas conocía. En el momento me pareció que tenía razón, a mí también me pasa, pero con el tiempo creo que lo matizaría. Cuando contamos nuestras penas en el feed lo hacemos casi siempre para nosotras mismas, para no comérnoslas solas, para constatar que, efectivamente, existen desconocidos que sienten lo mismo. ¿Y cómo íbamos a saberlo si no lo hubieran compartido?
Me despido con una cita de Kathleen Hanna que, en realidad, habla sobre la creatividad, pero que me gusta para cerrar este texto, porque siempre me lleva a imaginar un mundo ideal en el que las habitaciones de todas las chicas del mundo estarían conectadas y en el que, seguramente, todas nos sentiríamos menos solas. Corazones y fueguitos para vosotras siempre que los necesitéis.
Y para terminar…
Cosas que han captado mi atención últimamente:
Mi amiga Jara me recomendó este podcast de la Biblioteca Nacional que me ha encantado. Se llama Memoria Sonora y cada episodio se centra en una parte poco conocida de sus colecciones. El primero, por ejemplo, va de libros mágicos y de brujería.
El proyecto La fiebre del banano, “el primer gran estudio de cómo un recurso natural como el banano ha forjado el pasado y el presente de un continente y cómo este fenómeno se expresa a través de la cultura”. Se trata de una investigación –dirigida por dos mujeres, Juanita Solano Roa y Blanca Serrano Ortiz de Solórzano– sobre el impacto que el cultivo de esta fruta ha tenido en América Latina y cómo, a través de ella, se puede contar buena parte de la historia sociopolítica del continente. La fiebre del banano es, además, una exposición online de más de 100 obras que exploran cómo ha llegado esta fruta a convertirse en un símbolo de la violencia, de lo exótico y de lo “subdesarrollado” (ahí tenemos el despectivo término de “república bananera”), así como la huella que ha dejado en las identidades latinoamericanas.
Este artículo sobre el peso de la sombra, que además de descubrirme que los objetos pesan más cuando están iluminados (concretamente la diferencia es de “una centésima parte del peso de un solo grano de azúcar”), incluye esta definición tan bonita de una cosa tan mundana: “la sombra no es más que la ausencia de una luz que se esperaba, pero que no llega a su destino porque fue bloqueada por un objeto”.
Este video sobre la que parece ser la mejor tostadora jamás inventada. La mejor no sé, pero desde luego es una de las más ingeniosas, porque no tiene ningún botón y utiliza las propiedades físicas de expansión y contracción del artilugio que emite calor en su interior para hacer que las tostadas suban por sí solas cuando están listas. Para mí esto es lo más parecido a la magia en la vida real.
La peli de animación Cryptozoo, de Dash Shaw, que desde el pasado diciembre se puede ver en Filmin. Una historia de ciencia ficción con toques psicodélicos, que trata sobre criaturas mágicas y el lugar que los seres humanos les dejamos ocupar en el mundo, con un mensaje en contra de la intolerancia y en favor de proteger a las especies más vulnerables.
Y Tanxugueiras forever, claro <3