Llevo prácticamente toda la semana en el sofá. O entre el sofá y la cama, para ser más exactas. El lunes me caí en el autobús por culpa de un frenazo brusquísimo e inesperadísimo y me hice un esguince en el tobillo. Ais. El primero de mi vida. Lo bueno de haber sido una niña miedosa es que he mantenido huesos y dientes intactos durante todos estos años —a cambio, también fui una niña ultratorpe y lo que evité en fracturas y torceduras, me lo cobré en brechas dándome cabezazos con todo lo que se me pusiera por delante—. El caso, un esguince, qué experiencia. Una vez controlado el dolor y asumida la molestia de tener que desplazarme por los escasos metros cuadrados en los que llevo recluida desde el lunes, pensé: “wow, ahora tengo tiempo”.
No estoy de baja ni nada, pero entre el festivo que había en Madrid esta semana y la lesión, de pronto se abrieron ante mí horas de tiempo libre y una excusa imbatible para rechazar cualquier posible plan. El frenazo de un autobús me había obligado a detener mi vida y tenía que aprovecharlo. Leer, escribir, terminar ese artículo que tenía pendiente, ponerme al día con esas newsletters que llevan semanas en “no leídos”, ver pelis, hacerme maratón de alguna serie. Me costó cero ponerme a fantasear con cómo llenaría todas esas horas. La vida, parada por unos días, me permitiría por fin hacer las cosas que quería.
¿Todas esas cosas? Chica, no te flipes.
Efectivamente: no he hecho nada. He dormido todas las horas que he podido, he estado tirada mirando al techo con los gatos acurrucados a mi lado, me he visto los stories de todo quisqui y he caído en el abismo de los melodramas de TikTok, que son culebrones divididos en mini episodios con argumentos absurdos y actuaciones forzadísimas, pero adictivos a más no poder. Mis favoritos son los que están doblados como si fueran una telenovela real y el último al que me he enganchado ha sido La Reina del Destino, que va de una princesa a la que su familia trata fatal, que se casa con un mendigo pero que luego resulta ser el emperador, así que le acaba dando en las narices a toda su familia y vengándose por haberla hecho de menos todos esos años. Antes de ese, estuve pegada a uno sobre una chica que acepta formar parte de un experimento para criogenizarse durante 30 años y vengarse de su familia de la manera más retorcida que debe haber, porque hija mía, ¿criogenizarte durante 30 años? ¿Por? Y antes de ese, a uno sobre un millonario que va en busca el amor y, para que no estén con él solo por el dinero, va a una cita disfrazado de fontanero. La cita en cuestión es con una mujer a la que su familia política humilla y maltrata por ser pobre. Ya veis que la violencia entre miembros de la familia y el tema de ricos y pobres son un poco el argumento estándar. En realidad, estas series aparecen como publi en TikTok, te ofrecen gratis un trozo de la trama, lo suficiente para que te enganches —os juro que no puedes dejar de mirar— y luego, en lo mejor, la cortan para que te descargues la app y pagues por el resto de los capítulos, aunque obvio ya hay cuentas que los suben gratis por si tienes la imperiosa necesidad de saber cuál será el destino de Sofía Alonso, la hija mayor de la familia Alonso.
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Me paso la vida fantaseando con parar, con lo que haría si tuviera más tiempo o si no tuviera que trabajar, y resulta que cuando de repente tengo ese tiempo, no hago nada con él. “Nada de provecho”, como hemos aprendido a decir gracias a este sistema absurdo en el que vivimos. Tuve un poco esa misma sensación el día del apagón.
[Procede a insertar su historia sobre el apagón] [Lo siento, seré breve]
A mí me pilló con mi amiga Clara, cubriendo una cosa en el Congreso de los Diputados. Como sin internet nuestro trabajo no tiene sentido, un apagón masivo significaba que no íbamos a poder trabajar durante el rato que estuviéramos sin luz. Tuve la suerte de poder irme caminando a casa, compré una barrita de pan, paré a charlar con las vecinas y a escuchar la radio en la calle, dormí la siesta, salí al parque, di un paseo y me encontré con amigas por el barrio. Nos abrazamos, nos dimos las direcciones por si necesitábamos ir unas a casa de otras y nos reímos nerviosas mientras sacábamos del bolso las pilas o la radio que acabábamos de adquirir in extremis. A las 20:30 mi edificio recuperó la luz y la incertidumbre se fue desvaneciendo. Fue, honestamente, un día de primavera de ensueño. O como le escuché decir a un señor que llamó a Carne Cruda para hablar de cómo vivió el apagón, “un gran inicio del apocalipsis”.
Cuando la luz volvió y vi el alcance de lo que había ocurrido y cómo habían pasado otras personas ese día, los mil y un dramas que se vivieron en trenes, metros, edificios sin y con ascensor, reconfirmé mi suerte. Tampoco es que viviera ajena a lo que podía estar ocurriendo, pero verlo todo junto y de golpe, me sobrecogió un poco. Creo que entre quienes no nos vimos envueltas en un jaleo de proporciones épicas ese día, quienes sabemos que sin nuestro trabajo el mundo puede seguir girando sin problema, había algo que nos hacía sonreír por dentro al vernos ante un lunes laborable que de repente se había convertido en un día de ocio. Y ante el hecho de que, al no haber luz, de repente nos habíamos quedado huérfanas del bombardeo sensorial al que nos tiene acostumbradas la tecnología y el vertiginoso ritmo del mundo cuando todo funciona al 100%. Durante unas horas, nos vimos obligadas a desconectar, lo romantizamos un poco, pero la verdad, yo me moría por volver a tener internet. Por poder inyectarme en vena chorrocientas noticias hasta ser incapaz de procesar nada de la información que acababa de escuchar. Como diría Mayte Gómez Molina, a la que he estado leyendo estos días, “que vuelva la luz: no quiero verme”.
Está claro que si el apagón hubiera durado dos días en lugar de unas horas, habríamos dejado de lado bien rápido la romantización de la desconexión y entrado en modo Mad Max. El buen rollo se hubiera quedado en esos momentos iniciales en los que no sabíamos qué iba a ser de nosotras y a saber cómo habrían evolucionado las cosas. Pero ese tiempo suspendido al que nos vimos abocadas da para pensar en lo mucho que anhelamos que todo se pare —aunque sea por un ratito y aunque, en el fondo, no tengamos ningún interés en volver a un mundo en el que no existan todos esos avances que nos brinda la electricidad— y lo mucho que soñamos con dejar de trabajar —este ratito igual no nos importa que sea más largo—. También te digo que, a fuerza de hablar de ello a diario, siento que el término “apocalipsis” está empezando a darnos menos miedo del que debería, que si lo pensamos así en frío, igual hasta nos hace felices que se acabe el mundo por el simple hecho de que mañana no habrá que ir a trabajar.
Un poco por casualidad —aunque alguien muy intenso lo llamaría “serendipia”— en los días alrededor de mi esguince y del apagón, vi dos películas que tienen mucho que ver con el mundo del trabajo, pero a las que separan más de cuatro décadas.
La primera es de 2023 y tiene un título que parece hecho a medida para estos tiempos: No esperes demasiado del fin del mundo. Es del director rumano Radu Jude y sigue a una chica que trabaja como ayudante de producción durante su jornada laboral. En las casi tres horas que dura la peli, vemos a Angela, la protagonista, conduciendo de un lado a otro, hablando por teléfono, yendo a reuniones y entrevistando a gente para un video que está produciendo su empresa. Está agotada. Se toma mil cafés, se pone la música a todo volumen y mastica chicle para no dormirse al volante. Irónicamente, su trabajo ese día consiste en hacer una especie de casting de personas que han sufrido accidentes en el trabajo para un video corporativo de prevención de riesgos laborales. En sus escasos ratos de descanso, se graba TikToks con un filtro cutrísimo imitando a una especie de Andrew Tate, un personaje que da muchísima grima y con el que ella pretende ridiculizar a estos señores que triunfan promoviendo odio a granel en redes sociales. Y en medio de todo esto, se van alternando fragmentos de una película de los 80, Angela merge mai departe, protagonizada por una taxista que también conduce por Bucarest, que también se llama Angela y que funciona como una suerte de espejo para que juzguemos hasta qué punto han cambiado las cosas en todo este tiempo, si han mejorado algo o si el panorama es más bien decepcionante.
No esperes demasiado del fin del mundo tiene un montón de lecturas políticas y geopolíticas que yo no me veo capacitada para hacer, pero sí me shockeó bastante cómo retrata la destrucción que provoca el trabajo, la destrucción física de las personas accidentadas que Angela tiene que entrevistar, que es la misma que la está destruyendo a ella a base de jornadas interminables, y la destrucción moral o espiritual —o como queramos llamarla— porque ¿quién es capaz de hacer otra cosa que no sea dormir si tienes que trabajar un millón de horas? ¿A quién le queda energía para vivir cuando tienes que lidiar con semejante violencia del sistema? También refleja de maravilla todo lo que te roba el trabajo: la salud, el tiempo, el descanso y, como vemos en las últimas escenas, incluso la voz.
Hay un momento de la peli en el que Angela sale de un hotel después de haber dejado allí a una de las jefazas de la empresa alemana que está produciendo la película sobre seguridad laboral, y le dice al botones que está en la puerta: “No puedo seguir así, Vladimir”. Él, con una media sonrisa, le responde: “Eso es lo que tú crees”. Ella se arrastra refunfuñando hasta la furgoneta, porque sabe que mañana seguirá así. Y pasado. Y al día siguiente.
La segunda película que vi estos días fue Numax presenta… Filmada por Joaquim Jordà en 1979, recoge la historia de las y los trabajadores de la fábrica de electrodomésticos Numax en Barcelona que, tras el intento de cierre irregular por parte de los propietarios, deciden hacerse cargo de la empresa y autogestionarla. El documental, que se grabó por iniciativa de la asamblea de trabajadores invirtiendo las últimas 600.000 pesetas que les quedaban, explica lo complejo que fue el proceso, la huelga, los debates internos que surgieron, las escisiones, los tropiezos y las piedras que les pusieron en el camino. No consiguieron sacar la fábrica adelante, así que se podría decir que la peli cuenta la historia de un fracaso, pero no se siente así para nada.
En una entrevista que Carles Guerra le hizo a Joaquim Jordà en 2004 y que recoge aquí el MACBA, el director decía:
Numax presenta no se consideró una película optimista; aunque yo creo que sí lo era, porque en Numax todos los personajes acaban liberándose de una condición proletaria que no habían asumido por voluntad propia.
[…]
No tenía un final de apoteosis. Por el contrario pasaba de la euforia inicial al relato de una desistencia. Primero los trabajadores parten de un objetivo: intentan mantener el poder obrero dentro de la fábrica, hasta que se impone una segunda reflexión al final: abandonamos ese simulacro de poder y vamos a la vida.
Yo vivo en el final de esa película desde que la vi. Los últimos diez minutos están dedicados a la fiesta de cierre de la fábrica y de final de rodaje. Hay música, baile, fumeteo, comida y bebida, y Joaquim Jordà se pasea entre la gente micrófono en mano preguntándoles qué piensan hacer después de Numax. Algunas de las respuestas son: “Lo que tengo muy claro y he sacado de esta experiencia es que tengo que pasar hambre para que me exploten otra vez de la forma en que me han explotado y quiero hacer un trabajo que me guste y donde esté bien”. “Yo, desde luego, entrar en una fábrica ni hablar. Pienso organizarme de una manera para poder vivir y si es posible en el campo, cambiar un poco de vida, porque esto de estar en la fábrica en cadena te anula completamente”. “Algo tendré que hacer si quiero vivir, desde luego meterme a trabajar bajo el mando de otros patronos no lo haré, nunca”. Y mi favorita: “Supongo que seguiré estudiando y lo que tengo claro, supongo que será lo que te ha dicho mucha gente aquí, que es que no piensa volver a dar golpe en su vida. O por lo menos lo voy a intentar”.
Sé que existe una segunda parte de Numax presenta…, titulada Veinte años no es nada y grabada 25 años después con algunos de los protagonistas que aparecen en la primera peli, donde se ve qué fue de ellos y de esos objetivos que tenían en el horizonte cuando Numax cerró y España se encontraba en plena Transición. No me atrevo a verla todavía, porque no supero esa fiesta final en la que la gente soñaba simplemente con vivir y no volver a trabajar —o, al menos, hacerlo en algo en lo que no les fuera la vida entera—. Decía Jordà que, en esa fiesta final, la gente dejó de interpretar el papel de ocupantes de una fábrica autogestionada. “Al recuperar el ocio vuelve la capacidad de pensar individualmente”. Y ojo, porque habla de ocio, y no de “tiempo libre”, que es esa forma perversa en la que hemos aprendido a nombrar la vida por culpa del trabajo.
El famoso libro de Bob Black La abolición del trabajo, que afirma que nadie debería trabajar porque “el trabajo es la fuente de casi toda la miseria en el mundo”, se oponía de forma muy contundente al concepto de “tiempo libre”, porque ese tiempo era el que se dedicaba a recuperarse del trabajo, a olvidarse de él, y en algunos casos incluso a prepararse para ir al trabajo o a regresar del trabajo. Vamos, que de libre tenía poco. El tiempo libre, decía Bob Black, es la peculiar manera por la que el trabajador “asume la responsabilidad de su propio mantenimiento y reparación”. Y añade: “El carbón y el acero no hacen eso. Las máquinas fresadoras y las de escribir no hacen eso. Pero los empleados lo hacen”.
Mientras “me reparo” a mí misma del esguince guardando reposo para volver a estar del todo operativa cuanto antes, me doy cuenta de que quizá “no hacer nada” ya no me resulta tan difícil como pensaba. O como creía que me resultaba. Por supuesto, en estos días de reposo he escrito esta newsletter, que ya es “hacer algo” —y, en realidad, he hecho bastantes más cosas, desde leer hasta ver películas, cocinar o poner la lavadora, tareas, digamos, de mantenimiento o contra el aburrimiento—, pero siento que esa presión por ser productiva y optimizar hasta el último microsegundo de mi jornada cada vez me presiona menos. A ver, la noto ahí, como la notamos todas, acechando, haciéndome sentir mal cada vez que me levanto tarde, que procrastino o que “pierdo” tiempo viendo culebrones en TikTok. Pero creo que esa voz regañona está cada vez más lejos, la escucho cada vez menos nítida, como si hubiera corrido lo suficiente para dejarla atrás. A pesar de tener un esguince en el pie.
Cosas que han captado mi atención últimamente:
Ayer vi Flow y, jo, qué cosa más bonita. Lloré sin parar. Mi gata Petra la vio conmigo, rayándose viva cada vez que escuchaba un maullido y no entendía de dónde venía, mi pobre.
Esto contra los carruseles de Instagram de 20 fotos.
Este cuadro de un perrito.
Todos los vídeos fail del trend “hago cerámica para desestresarme”.
Estuve en Roma y parte de mí sigue en el cementerio protestante (Cimitero acattolico) del barrio de Testaccio. Qué lugar increíble, qué bancos maravillosos para leer y qué de gatos. Hasta tienen un pequeño buzón para dejarles dinero exclusivamente a ellos 💗


Fiona Apple ha sacado una canción nueva que trata sobre las mujeres —sobre todo mujeres negras— que ven cómo su vida y la de las personas que tienen a su cargo, se va al traste después de entrar en prisión y no poder pagar el dinero de la fianza —todo esto incluso antes de que se celebre el juicio, es decir, cuando todavía no han sido declaradas culpables—. El tema es fruto de su colaboración como voluntaria con el proyecto Free Black Mamas DMV bailout, que trabaja, precisamente, por la liberación de estas mujeres encarceladas.
Abolición del trabajo ya querida. Viciosas somos más guapas.