El pasado 15 de mayo, en la pequeña localidad británica de Grantham —declarada, según Wikipedia, “la ciudad más aburrida de Gran Bretaña” en una encuesta de BBC Radio 1 en 1980— se erigió una estatua de Margaret Thatcher. Un par de horas después, ya le habían lanzado un huevo. Que conste que estaban avisados: en 2020, cuando se anunció que habría una ceremonia para presentar la estatua en la ciudad, un grupo de Facebook propuso un concurso de lanzamiento de huevos por el que se interesaron más de 13.000 personas. Y tratándose de la Thatcher, el rechazo tampoco podía pillarles por sorpresa, sobre todo teniendo en cuenta que en 2002 otra estatua de la Dama de Hierro fue decapitada en Londres.
Unos días después del primer huevazo, las protestas fueron ganando en ingenio y, como contaban en la web Hyperallergic, algunos manifestantes colocaron alrededor de la estatua puestos de venta de huevos, honrando el voraz espíritu neoliberal de esta señora.
Dejando a un lado a la malísima persona que fue Margaret Thatcher, el incidente con su estatua me sirve de excusa para hablar de un tema que me fascina desde hace tiempo: ¿por qué los huevos se usan para protestar? Ya sea contra un monumento o directamente contra una persona de carne y hueso, el hecho de lanzar un huevo y ver cómo chorrea por la cara de alguien o por la superficie de una estatua se ha convertido en una forma de decir “no me gusta lo que haces o lo que representas”. Pero ¿por qué? ¿De dónde viene este significado compartido que le ha otorgado al huevo ese estatus como herramienta de protesta?
No es que sea el único alimento que se ha utilizado para este fin: las tartas también tienen una larga historia a sus espaldas como símbolos de rechazo hacia una persona o hacia sus actos y han acabado estampadas en las caras de gente tan ilustre como Milton Friedman (uno de los economistas que más inspiró a Thatcher, por cierto), el magnate Rupert Murdoch, el cineasta Jean-Luc Godard, la política alemana Sahra Wagenknecht (célebre por sus discursos antiinmgración) o Bill Gates. De hecho, ha habido grupos activistas especializados en el arte del tartazo, como los anarquistas Biotic Baking Brigade, que estuvieron detrás de algunos de los más sonados. Por su evidente relación con el mundo de los payasos y el slapstick, el objetivo de los tartazos en la cara es humillar a quien los recibe sin causarle ningún daño físico. Eso sí, el tartazo exige mucha cercanía con su destinatario, así que quienes lo lanzan se exponen casi siempre a acabar detenidos o agredidos.
También los tomates tienen su historia como forma de expresión del descontento, especialmente en el mundo del espectáculo. Lo ideal es que estén podridos, porque así —aparte de no desperdiciar comida— son más blanditos y susceptibles de estallar cuando alcancen su objetivo. Como ocurre con los huevos, su tamaño los convierte en una munición perfecta y hay evidencia de su lanzamiento en teatros desde los siglos XVIII y XIX —la leyenda de que se los lanzaban a los actores del Shakespeare’s Globe Theatre tiene pinta de ser solo eso, una leyenda, ya que el tomate no fue un producto habitual en Europa hasta varios siglos después—. ¿Personalidades atacadas con tomates? La abanderada del Tea Party Sarah Palin, Hillary Clinton —a cuyo coche le llovieron tomates y zapatos en su visita a Egipto en 2012, cuando era Secretaria de Estado— o Emmanuel Macron (a quien lanzaron tomates cherry, así que podemos decir que fue más bien un “ataquito”, aunque si hablamos de huevos, a Macron se los han lanzado hasta en tres ocasiones). En cuanto a los monumentos, gracias al hilo de Twitter de esta curadora del Royston Museum, ahora sabemos el daño que los cloruros —presentes, entre otras cosas, en los tomates— pueden hacerle a las estatuas de bronce.
El lanzamiento de huevos como forma de protesta política se remonta siglos atrás y, al igual que los tomates, si están podridos su efecto se multiplica. The Guardian dedicó en 2015 un artículo a este tema, donde se contaba que la tradición de lanzar huevos podría remontarse a la Edad Media, cuando los prisioneros, sujetos por cepos que les impedían moverse, se convertían en objetivo de huevazos por parte de la gente del pueblo. También eran una forma de protesta en el teatro isabelino —como decíamos antes, lo de lanzar tomates a los malos actores no encaja históricamente— y en la novela Middlemarch: Un estudio de la vida en provincias de George Eliot, seudónimo de la escritora Mary Anne Evans, ya vemos cómo el lanzamiento de huevos aparece asociado a la protesta política.
Publicada en 1871, pero ambientada entre los años 1830 y 1832, es el señor Brooke, un terrateniente con aspiraciones políticas reformistas, quien se enfrenta a la ira de la gente en forma de huevos:
El señor Brooke, sumido en un mar de carcajadas, se sonrojó, dejó caer el monóculo, y mirando desconcertado a su alrededor, vio la imagen suya que habían aproximado aún más. Al momento siguiente la contempló dolorosamente cubierta de manchas de huevos. Se soliviantó un tanto y alzando la voz dijo: -Las payasadas, las jugarretas, ridiculizar la verdad... todo eso está muy bien... -un desagradable huevo cayó sobre el hombro del señor Brooke al tiempo que el eco decía “todo eso está muy bien”; llegó a continuación una retahíla de huevos, dirigidos principalmente a la imagen, pero en ocasiones dando al original como por casualidad.
Como el señor Brooke, los políticos son con mucha frecuencia el objetivo de los huevazos. La lista es larga, pero entre los más recientes están el que recibió el candidato ultraderechista Éric Zemmour en Francia o el de Pablo Iglesias por parte de los taxistas.
Otros huevazos (o intentos de huevazo) célebres son los de David Cameron, Arnold Schwarzenegger —que respondió al ataque con un “This guy owes me bacon now” y aprovechó para lanzar proclamas en favor de la libertad de expresión y contra el comunismo— o Richard Nixon, a quien lanzaron huevos en lugares tan dispares como California, Lima o Dublín (el vídeo de este último es bastante impactante, la verdad).
A diferencia de las tartas, un huevo puede ser un poderoso proyectil y hacer daño de verdad. Si se lanza desde lejos, todavía más. Y si se estampa demasiado cerca, el portador del huevo se arriesga a un contraataque, como demuestran los huevazos al político británico John Prescott —cuyo puñetazo al trabajador del campo que se lo lanzó tiene su propia entrada en Wikipedia y un gif ya icónico en la cultura popular; años después, Prescott explicó que en el momento no se dio cuenta de que lo que había dado era un huevo, solo notó que algo caliente le resbalaba por el cuello y creyó que le habían apuñalado—, al canciller alemán Helmut Kohl en 1991 (otro documento bastante impresionante) y al senador australiano Fraser Anning, que no tuvo reparos en darle un bofetón al que le estampó un huevo en la cabeza, a pesar de que se trataba de un chaval de 17 años.
Pero volviendo a la pregunta inicial, ¿por qué los huevos son tan populares como forma de protesta, especialmente contra los políticos? Según este artículo de Vice, entre las principales razones que se podrían apuntar es que los huevos son baratos, fáciles de comprar en cualquier súper y el daño que causan es bastante mínimo y, por lo general, reparable en la tintorería. Además, son pequeños, fáciles de transportar y de esconder, algo que los convierte en proyectiles susceptibles de llevar encima sin que nadie los detecte. Lanzar cosas es una forma de liberar la rabia, pero si no quieres herir realmente a la persona que enciende esa furia, el huevo es una alternativa al alcance de cualquiera. Por supuesto, también hay un componente de humillación, ya que al desconcierto del impacto hay que sumar la viscosidad del contenido del huevo deslizándose por la cabeza o el traje de chaqueta de quien lo recibe.
Si nos queremos poner un poco más profundas, podemos recurrir al capítulo sobre huevos de la biblia culinaria La cocina y los alimentos de Harold McGee. McGee habla sobre ellos de una forma tan bella que cualquiera se lo pensaría dos veces antes de desperdiciarlos en un lanzamiento de este tipo:
El huevo es una de las maravillas de la cocina y de la naturaleza. Su forma simple y plácida aloja un milagro cotidiano: la transformación de una blanda bolsa de nutrientes en una criatura viva, que respira, vigorosa. El huevo se ha visto durante mucho tiempo como un símbolo de los enigmáticos orígenes de los animales, de los seres humanos, de los dioses, de la Tierra, del universo entero. El Libro de los Muertos egipcio, el Rig Veda indio, los misterios órficos griegos y los mitos de la creación de todo el mundo se han inspirado en la erupción de la vida desde el interior de cáscara blanca e inerte que supone el huevo.
Aunque después de semejante oda al huevo, Harold McGee pasa a describirlo como uno de los alimentos que más aburrimiento inspiran hoy en día, lo cierto es que los huevos siguen atesorando esa carga simbólica y enigmática de la que él habla. Quizá por eso, lanzarlos contra alguien que nos provoca rabia, enfado o indignación también podría interpretarse como una especie de sacrilegio, de ruptura de algo valioso con el fin de humillar simbólicamente a quien recibe el impacto o de “ensuciar” su memoria, como en el caso de la estatua de Margaret Thatcher con el que abríamos esta carta. Podrían ser incluso un recordatorio de lo frágil, tan frágil como la cáscara de un huevo, que puede ser esa memoria si nadie se encarga de mantenerla viva, de ofrecer narrativas que escapan a las de la historiografía oficial o de contar la historia de quienes sufrieron las consecuencias de políticas tan terribles como las de la señora Thatcher.
El poder simbólico del huevo como herramienta de protesta es innegable, aunque no puedo evitar tener el corazón dividido si esos huevos son perfectamente comestibles y lanzarlos implica desperdiciarlos, encima contra alguien con quien no compartiríamos ni una tortilla. A veces el gesto puede valer más la pena, otras veces quizá la valga más esa tortilla. Recordemos lo que decía Guy Fawkes en V de Vendetta: “No se puede destruir un gobierno con el estómago vacío”.
Cosas que han captado mi atención últimamente:
Hablando de huevos, hace poco descubrí que el inventor de la huevera fue el periodista y publicista canadiense Joseph Coyle, que en la segunda década del siglo XX ideó un proto-cartón de huevos con papel de periódico para evitar que estos se rompieran en el transporte. Patentó la idea en 1918 y el negocio le fue tan bien que dejó su trabajo y se dedicó por completo a la fabricación de hueveras.
Esta entrevista (en gallego) a la poeta y activista Andrea Nunes Brións sobre la importancia de las amigas, la gordofobia, el deseo y muchos otros temas.
Esta otra entrevista a la escritora y filósofa Joke J. Hermsen sobre la medicalización de la melancolía y el impacto de las exigencias del capitalismo en la salud mental. Es de 2020, pero sigue tan vigente hoy como hace dos años.
En Libros Mutantes me compré el librito Audimat, que contiene una colección de ensayos muy guays sobre trap, reguetón, punk y otras corrientes musicales y que me ha descubierto, por ejemplo, que la mítica Gasolina de Daddy Yankee se volvió inesperadamente popular entre los “estafadores de gasolina” kurdos en 2006, cuando la inestabilidad escalaba en Oriente Próximo y los precios del petróleo no paraban de subir.
Laurizzz ASMR ha hecho esta maravilla: cantar (¿o recitar?) todo Motomami en susurros. Desde ya uno de mis vídeos favoritos para dormir.
Alguien sabe porqué Laurizzz no hace más videos?