Odio el deporte. No me gusta sudar ni cansarme y no conecto con nada de lo que rodea al ejercicio físico. Lo he intentado, no os creáis, aunque seguramente no con toda la intención y el compromiso que debería, pero lo he hecho. He probado a hacer yoga, a ir a correr y al gimnasio, a hacer tablas de ejercicios en casa, pero nada. Me obligo a hacer alguna de estas cosas de vez en cuando, ya que me paso la vida currando sentada y, claro, el cuerpo se resiente. Me gustan dos cosas que podrían considerarse deporte: ir en bici y patinar. Pero claro, cuando voy en bici no me gusta subir cuestas (no me gustan las cuestas en general), solo bajarlas y la parte del paseo en la que me puedo entretener mirando los arbolitos. En cuanto a los patines, traté de volver a ellos hace un tiempo, pero llevaba tanto sin patinar que el esfuerzo que ponía en no caerme no me dejaba disfrutar de la parte divertida.
Estas líneas introductorias son la definición más clara de una persona vaga —una floja, como diría mi novio malagueño—, y no seré yo quien lo niegue. Sí soy. No me enorgullezco de ello, la verdad es que me encantaría estar entre esa gente con energía, capaz de escalar una pared, subir una montaña sin desfallecer, hacerse una rutina de crossfit o tener la fuerza de voluntad para ir al gimnasio varias veces por semana. Pero no lo soy y, llegados a este punto de mi vida, no creo que lo vaya a ser. Siento que es algo casi genético: o te gusta o no te gusta el deporte. Como el cilantro. Y desde bien pequeña, viendo la angustia que me generaban las clases de educación física, tengo claro que el deporte no es lo mío. Al menos no el deporte tal y como lo entiende el resto del mundo.
Nunca he sido una persona especialmente enclenque, sí patosa, pero no una chavala débil y sin fuerza como podría dejar entrever esta introducción. Aún así, creo que mi espíritu siempre ha sido débil, de pequeña todo me daba miedo y sentía una identificación inmediata con los personajes debiluchos de los dibujos: Milhouse en Los Simpson, Gretchen en La banda del patio, Chucky en los Rugrats, Amanda Thripp en Matilda… Cuando crecí, me generaban una enorme fascinación los escritos de esos poetas románticos pálidos y ojerosos, que le daban al opio y al láudano, y languidecían enfermos de tuberculosis. Décadas después, Susan Sontag en La enfermedad y sus metáforas, explicó de maravilla por qué esta imagen nos resulta tan atractiva:
La enfermedad era un modo de volver “interesante” a la gente —que es la definición original de “romántico”—. (…) El tratamiento romántico de la muerte afirma que la gente se singulariza y gana interés gracias a sus enfermedades. “Estoy pálido”, decía Byron mirándose en el espejo. “Me gustaría morir de consunción”. ¿Por qué?, le preguntaba su amigo tuberculoso Tom Moore, que lo visitaba en Patras en febrero de 1828. “Porque todas las damas dirían: ‘Mirad al pobre Byron, qué interesante parece al morir’”. Quizás el legado más importante hecho por los románticos a nuestra sensibilidad no sea la estética de la crueldad ni la belleza de lo mórbido, ni siquiera la demanda de una libertad personal ilimitada, sino la idea nihilista y sentimental de “lo interesante”.
Claro que, con la llegada de la revolución industrial y el hacinamiento de la clase obrera, que favorecía la propagación de todo tipo de enfermedades, la tuberculosis dejó de ser “glamurosa” y pasó a estar relacionada con lo marginal.
Pero bueno, yo no venía aquí a hablar de qué enfermedades han sido más “chic” en cada momento histórico, sino del deporte y de las características sobrehumanas que les otorgamos a quienes lo practican, especialmente si lo hacen al más alto nivel. Por supuesto, esto tiene que ver con Rafa Nadal. Si habéis visto las noticias en las últimas semanas, es probable que os hayáis cruzado con titulares como estos: “Rafa Nadal: la resiliencia del héroe sobrehumano”, “El 'viacrucis' de Rafa Nadal: cómo sufrir 22 lesiones en 19 años y, aun así, ser el mejor”, “Nadal, el rey de lo increíble: lesión, remontada y a semifinales de Wimbledon”, “La heroicidad de Nadal: quiere jugar la semifinal con una rotura de siete milímetros en el abdominal”, “Nadal es un extraterrestre humano”. Hace años que Nadal ha sido elevado a la categoría de dios en la Tierra y sus victorias siempre han estado rodeadas de ese lenguaje épico que, en el periodismo, se reserva casi únicamente para los deportistas. Sin embargo, lo de estas últimas semanas ha sido otro nivel. Comido por el dolor y las lesiones tras dos décadas dedicado al tenis, Nadal abandonó Wimbledon hace un par de días, no sin antes jugar con una lesión en el pie (le durmieron los nervios para que no sintiera dolor durante el partido) y con una rotura muscular abdominal.
Ha sido curioso ver cómo los titulares de los periódicos han pasado de calificarle como “sobrehumano” y “extraterrestre” cuando lograba jugar a pesar del dolor y cómo, tras abandonar la competición porque su cuerpo ya no podía más, se han centrado en encumbrar su carácter “humano”. Está claro que Nadal es humano, en concreto es un humano de 36 años (que con cero rigor científico diría que son como 80 en cualquier otro trabajo) que se empeña en seguir compitiendo cuando su cuerpo, con más de 20 lesiones, parece estar diciéndole desde hace tiempo que pare. Incluso su propio padre y su hermana le pedían el otro día desde las gradas que abandonara el partido al verle tronchado de dolor en la pista. Él siguió jugando.
Sinceramente, a mí el deporte de élite no me parece sobrehumano, sino inhumano. La disciplina corporal y mental que se exige para alcanzar el éxito en este ámbito desafía toda lógica. Es cierto que, sumado a mi fobia al deporte, tampoco me despiertan mucho interés conceptos como “triunfo” o “gloria”, pero sí que podría empatizar con la sensación —mucho más compartida— de que todos queremos ser buenos en lo que hacemos. Esto no quiere decir que le reste valor a los triunfos de los y las atletas y entiendo la emoción de quienes disfrutan viendo ganar a sus equipos o a sus deportistas favoritos (yo me emociono viendo las finales de Drag Race y habrá quien piense que es una gilipollez; así que eso, ante todo: respect), pero no conecto con la hazaña de sacrificarte hasta niveles inhumanos por un trofeo, una medalla o por sumar títulos a tu página de Wikipedia.
Con el debate que se ha generado estos días en torno a si Nadal hacía bien o mal en forzar la máquina de esa manera, hay quien ha dicho que no se puede comparar el deporte de élite con un trabajo normal, en el que jamás glorificaríamos el dolor y el sacrificio de esa manera. ¿Pero acaso el deporte de alto nivel no es un trabajo? A los y las deportistas les pagan —mucho, en algunos casos— por hacer lo que hacen, tienen contratos y convenios, sindicatos, tributan por los premios que ganan, tienen derecho a la jubilación… Y si es un trabajo, ¿por qué nos parece más digno de alabar el afán de un deportista por no dejar de trabajar aunque su cuerpo esté al límite precisamente por las condiciones que le impone ese trabajo que la actitud de las personas que se preocupan por él (su padre y su hermana) pidiéndole que pare? Esta portada, que apela a ese imaginario infantil en el que tu madre te llamaba a comer y tú le pedías porfiii que te dejara jugar un poco más, ¿tendría sentido si cambiamos “jugar” por “producir” que es, al fin y al cabo, lo que hacemos todas cuando estamos trabajando?
Acudo al ensayo de Remedios Zafra en la fantástica colección de textos Working Dead para ahondar en las diferencias de significado del término “prestigio” para los ricos y para los pobres. En La expectativa cruel, la autora subraya que vivimos en un mundo ansioso donde se alimenta el impulso “de producir sin descanso bajo la sensación de que hay que darlo todo en todo momento”. En este escenario, siempre hay que ganar y, para ello, no podemos dejar de competir, “aunque el premio sea un trabajo precario”. En El entusiasmo, Remedios Zafra ya nos habló de cómo nuestra pasión por ciertos tipos de trabajos —sobre todo los creativos— nos volvía vulnerables y susceptibles a que el sistema abusara de nuestra motivación y nuestra predisposición a hacer lo que hiciera falta para “triunfar”. Ya hemos caído muchas veces en la trampa de no considerar nuestro trabajo un trabajo, lo que nos ha llevado a experimentar todo tipo de abusos y a que permitamos cosas como darnos por pagadas a cambio de visibilidad. Pero como bien recuerda Zafra:
No es lo mismo pagar con reconocimiento a un rico que a un pobre. Porque son fuerzas increíblemente conservadoras las que alimentan este pago inmaterial como algo suficiente. Pago inmaterial que en el rico se convierte en prestigio, y en el pobre en frustración y abandono por necesidad de dedicar sus tiempos a ese otro trabajo que le permita vivir.
Por eso también es una trampa aplicar las lógicas del esfuerzo en el deporte de élite a nuestro trabajo del día a día: no competimos por lo mismo. Y sin tener ni idea de lo que es eso del “prestigio” a ese nivel, supongo que mantenerlo e incluso luchar por obtener más, debe ser algo bastante adictivo. Aún así, esos mensajes tóxicos de seguir adelante aunque duela, de darlo todo aunque no podamos más y de esforzarnos por una suerte de gloria que alcanza solo un escasísimo porcentaje de la población, calan en la sociedad. Siempre han estado ahí, en esa “cultura del esfuerzo” que generación tras generación se echa en cara a los más jóvenes recriminándoles que “tú lo tuviste más crudo que ellos”, y este tipo de épica no hace más que reforzarla. Poner la vida y el cuidado en el centro, una lógica que se reivindica desde el feminismo, me parece infinitamente más atractiva que desafiar los límites del cuerpo humano a cambio de la gloria y el prestigio.
Sé que en el deporte se buscan también otro tipo de cosas mucho más terrenales. Esto lo cuenta muy bien Alison Bechdel en el cómic El secreto de la fuerza sobrehumana, donde reconoce que lleva toda su vida utilizando el ejercicio físico para huir del dolor y del miedo a envejecer y morir. Y mira, con esto sí que puedo empatizar mucho más.
Bechdel comenzó a interesarse por el deporte en tanto que vía para alcanzar la “invencibilidad física” cuando empezó a preocuparse por la muerte de sus padres. Obsesionada por el deporte como ella misma se reconoce, asume que detrás de eso también está su propio miedo a la muerte. Sabe que no va a poder evitarla, pero tratando de retrasar al máximo el deterioro físico, al menos siente que tiene control sobre algo y logra una cierta paz interior. A diferencia de Bechdel, no creo que la transformación de mi espíritu vaya a llegar a través del ejercicio (parto de una muy mala base, el rechazo que me provoca el deporte), pero sí me identifico mucho con esa necesidad de sentir que controlamos algo en un mundo que cada vez parece más incontrolable. Es una ilusión, pero nos ayuda a seguir adelante.
El cómic de Bechdel es una mezcla de amor por el ejercicio físico y enseñanzas zen para trascender el ego y encontrar un propósito en la vida que vaya más allá del trabajo. Propósito versus prestigio. Probablemente ahí esté la clave de por qué el libro de Bechdel me resulta tan cercano, a pesar de que el deporte sea el hilo conductor de todas las reflexiones sobre su vida hasta el momento, mientras que las crónicas sobre la perseverancia de Rafa Nadal me resultan cansinas y ajenas por completo. La fuerza sobrehumana, al final, se reduce un poco a asumir que somos humanas. Y eso sí que tiene su épica, pero es mucho menos ruidosa y espectacular que la que consigue medallas y copas de oro.
Lo cierto es que me gustaría que me gustara el ejercicio y sentir todas esas cosas maravillosas que la gente siente haciéndolo. Alison Bechdel, por ejemplo, habla de la euforia que siente al correr, de lo increíble que es notar que superas tus límites físicos e incluso de lo erótico que le resulta tener una mayor conciencia de su cuerpo. Yo no siento nada de eso, pero me encanta leer sobre ello. Odio la épica deportiva, pero disfruto mucho de quien es capaz de trasmitir su amor por el ejercicio físico como lo hace Alison Bechdel en El secreto de la fuerza sobrehumana.
Además, este cómic me ha hecho replantearme un poco todo el asunto de Rafa Nadal. Hace unas semanas, cuando empecé a leer esos titulares con loas al tenista y a su “fuerza sobrehumana”, lo primero que me provocaron fue rechazo. Esa épica del dolor me pareció terrible. Pero si pienso en que a Nadal igual le pasa como a Alison Bechdel, que el deporte es su forma de luchar contra su miedo a envejecer y a morir, contra su pánico a dejar de ser invencible, pues igual puedo comprender un poco mejor su empeño por jugar (ejem, trabajar) lesionado —luego leo sus declaraciones sobre la paternidad y se me pasa lo de la empatía—. Tampoco puedo evitar que me dé un poquito de rabia que, al contrario que pasa con las mujeres que se niegan a envejecer y a las que, en lugar de desgarrarse los abdominales jugando un partido de tenis les da por inyectarse bótox, nadie se ría de él, sino todo lo contrario, se le encumbre a la categoría de héroe más allá de lo humano. Pero bueno amigas, aquí estamos abriendo otro melón y esto ya se ha hecho demasiado largo, así que por hoy me despido y lo hago con esta imagen vintage de tenistas fumadoras, que representan el equilibrio perfecto entre la promesa de inmortalidad del cuerpo ejercitado y la voluntad de muerte autodestructiva del vicio del tabaco. Byeeeee.
Cosas que han captado mi atención últimamente:
Este precioso artículo de María Sánchez sobre la ausencia de cocinas y labores del hogar en general en la literatura, y sobre la necesidad de poner el foco tanto en quienes les dan espacio como en quienes perpetúan esas ausencias. El texto contiene un montón de recomendaciones literarias (que ya me he apuntado) y esta reflexión tan certera: “Ese ‘la casa me come tanto tiempo’ bordado en el cuerpo de nuestras madres y abuelas, de amigas y conocidas, esa hambre que en algunas obras no asoma ni se intuye. Y de esta voz me vino una conversación que tuve con la escritora gallega Teresa Moure hace unos meses: ella me contaba que, cuando publicó su primera novela, algunos periodistas le habían comentado que sus personajes pasaban mucho tiempo fregando. Y ella sonreía: quizás hay que ponerse en esos lugares, coger bayeta, estropajo, olla y cuchara, y escribir desde ahí. Romper la narrativa, mancharla, dejarse llevar por otras escrituras y escritoras”.
Este corto de Jean Genet, que vi la semana pasada gracias al ciclo Con cariño, John Waters, una selección de seis películas que el cineasta de Baltimore dejó programadas en la Filmoteca tras su visita a Madrid en junio con motivo del festival Rizoma. Es una joya.
Menuda fantasía han sido los directos que el Museo del Prado ha organizado con motivo del Orgullo. Durante toda la semana han invitado a diferentes personas LGTBIQ+ a que compartieran el cuadro (o cuadros) que fueran “su reflejo” en el museo. Es maravilloso escuchar las lecturas que las personas invitadas a estos directos hacen sobre algunas de las obras del museo y los vínculos que establecen con sus experiencias como personas LGTBIQ+. Mi fav es el de Las Hijas de Felipe, a las que me ha hecho muchísima ilusión ver delante del cuadro Las infantas Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela, imagen inconfundible de su podcast.
El documental Los secretos de Paula Rego, sobre la vida y la obra de esta increíble pintora —que murió el pasado 8 de junio— y cuya serie de cuadros sobre el aborto clandestino impactó a Portugal en su momento. Hoy en día, siguen teniendo una fuerza poderosísima y, por desgracia, vuelven a estar de actualidad.
El lunes pasado fui a ver a Cat Power en concierto y no podía acabar esta newsletter de otra forma que no fuera con una de sus canciones. Esta versión del These Days de Nico, incluida en su álbum Covers, es perfecta para ello.