Como un pez abisal lejos de su hogar
Algunos apuntes sobre el miedo inspirados por la última edición de 'Diálogos de cocina'
El dibujo de un caballito de mar gigante que había al fondo de aquella piscina. Esa fuente con unos chorros que hacían un ruido atronador. El mar, inabarcable y misterioso.
Todas estas cosas me daban pánico cuando era pequeña. Algunas, como el caballito de mar, las recuerdo con una nitidez absoluta. Puedo rememorar sin esfuerzo el terror que me causaba el simple hecho de pensar que iba a verlo, el efecto óptico del caballito haciéndose cada vez más grande a medida que me acercaba a él y el pataleo histérico cuando mi familia se empeñaba en que me metiera en aquella piscina infantil aunque mi cara dijera claramente que no, que ni de coña, que ese bicho me iba a comer los dedos de los pies y luego las piernas y luego las tripas y así hasta hacerme desaparecer del todo. En cambio, otras, como la fuente de chorros atronadores, solo forman parte del archivo de mis terrores primigenios porque mi abuela no se cansaba de recordarme que siempre que íbamos al pueblo donde estaba la fuente de marras me ponía a llorar como una magdalena. Cero recuerdos de este drama, la verdad, pero confío 💯 en la memoria de mi abuela. Con el tiempo, aprendí que el caballito del fondo de la piscina no era un feroz monstruo marino, sino una simple figura dibujada con azulejos de colores —aunque siguen sin gustarme nada las piscinas que tienen cosas dibujadas en el fondo— y que el agua de la fuente no era más que eso, agua. El mar, eso sí, me sigue dando respeto, que supongo que es la manera adulta de decir que le sigo teniendo miedo.
El bertsolari Jon Maia contaba hace unas semanas en Diálogos de cocina —un congreso gastronómico en el Basque Culinary Center que poco tiene que ver con la idea que las palabras “congreso gastronómico” evocarían en la cabeza de cualquiera— algo que conectó inmediatamente con mis temores infantiles: en euskera, la palabra “ur”, que significa agua, también forma parte de la palabra “beldur”, que significa miedo. No tengo ni idea de euskera ni mucho menos de su etimología, así que no quiero liarla diciendo que estas dos palabras tienen algo que ver, pero repasando esos primeros miedos de los que tengo recuerdos, tan relacionados con el agua, de repente en mi cabeza tenía todo el sentido del mundo que una palabra formara parte de la otra. Jon Maia, conocido entre otras muchas cosas por ser el primer bertsolari hijo de emigrantes españoles, habló de sus propios miedos relacionados con el conflicto que le generó en su día el origen de su familia. Un conflicto que le llevó a avergonzarse de la procedencia de sus padres, ella extremeña y él zamorano, por ese temor tan extendido a no encajar, a ser diferente, a ser “el otro”. El miedo, vaya, de tantos migrantes en tantos lugares del mundo.
Me hizo ilusión que saliera al escenario llevando una camiseta de Sinéad O’Connor —con esa foto en la que ella aparece tapándose la boca con la mano—. Una de las canciones más bonitas de la carrera de Sinéad es What Your Soul Sings, un tema junto a Massive Attack que justo empieza con estos versos: Don't be afraid / Open your mouth and say / Say what your soul sings to you —No tengas miedo / Abre la boca y di / Di lo que tu alma te cante—. Una letra que invita, precisamente, a perder el miedo a contar, a hablar de lo que llevamos dentro, que es justo lo que Jon Maia hizo para conjurar su miedo hace ya muchos años: cuando ganó la gran final del Campeonato Absoluto de Bertsolaris en 1997, se puso ante el micro para cantarle a su familia, mencionando expresamente Extremadura y Zamora, y diciendo las palabras “abuela” y “abuelo” en castellano para que su abuela, que no hablaba euskera, pudiera entender que le cantaba a ella. Explicando con esos versos que todos, sus padres y sus abuelos, cantaban ahora por su boca. “Di lo que tu alma te cante”, una forma de vencer al miedo, avalada por Sinéad O’Connor y también por Jon Maia.
La verdad es que me cuesta entender —desde la más absoluta admiración— cómo alguien es capaz de subirse a un escenario e improvisar algo, encima siguiendo unas reglas estrictas como son las del bertsolarismo. A mí me entraría un miedo horrible. De hecho, lo que más repitieron las personas que se subieron al escenario del Basque Culinary Center fue que tenían miedo a hablar en público, uno de esos “miedos comunes”, como lo describiría poco después Leila Guerriero, que también participó en una de las dos jornadas de este congreso. Nos pasamos el día contando historias en posts de Instagram, en audios de Whatsapp o en vídeos de TikTok, pero cuando la historia hay que contarla en vivo y en directo y delante de mucha gente, ay… la cosa cambia. La cosa se hace grande y nos rodea con sus largos brazos de Slender Man. Se convierte en miedo a equivocarnos —y a no poder editarlo o borrarlo todo después—, a que nos juzguen por lo que decimos, a quedarnos en blanco, a que la gente se aburra o se ría de nosotras. Desde ese escenario que tanto impresiona, dijo la artista Greta Alfaro que el público se ve como “una masa informe que da miedo”. Aunque no seas capaz de ver los cientos de globos oculares que hay clavados sobre ti, tu mente es muy capaz de imaginar que esa masa informe que, a duras penas, adivinas a través de la oscuridad, está efectivamente plagadita de ojos que te observan y te juzgan.
Cuando sales a un escenario ya sabes todo esto, pero el miedo siempre te pilla por sorpresa. De hecho, es bastante común que no sepas que le tienes miedo a algo hasta que te cruzas con ese algo por primera vez. A mí me pasó con los perros. Descubrí que me daban terror en cuanto me encontré con uno lo suficientemente grande como para desencadenar un millón de pensamientos intrusivos en los que me veía siendo devorada por sus fauces como en un cuento. Greta habló también de ese miedo infantil a que nos coman, un miedo cultural que hemos absorbido de leyendas y fábulas populares y que ella, por cierto, conjuró comiéndose un macaron hecho con su propia sangre en un acto de autocanibalismo.
Ese “miedo sorpresa” también me sobrevino en su día con El Exorcista. Cuando teníamos 9 o 10 años, mi hermano y yo nos quedamos a ver la tele por la noche y, haciendo zapping, nos encontramos con la peli en La 2 de casualidad. Llevábamos un rato viéndola cuando salió una de las escenas terroríficas de la niña poseída y nos asustamos tanto que ninguno de los dos acertábamos a cambiar de canal. El susto perduró. No conseguí ver la película entera hasta que fui mucho más mayor y, aún hoy, la musiquilla me sigue dando escalofríos. En su charla en Diálogos de cocina, Paco Plaza habló justo de esa melodía y de cómo es capaz de poner los pelos de punta a cualquiera, incluso aunque no haya visto la película.
Resulta que ciertos acordes, tocados de manera brusca, rápida e intensa —pensad, por ejemplo, en la escena de la ducha en Psicósis— desencadenan una reacción en los circuitos neuronales del miedo porque nos recuerda al sonido de los gritos. Es decir, que la música en el género de terror ayuda a manipular nuestro cerebro para que sintamos aún más miedo. PBS tiene un vídeo que explica cómo se crean estos sonidos terroríficos y habla de varios trucos que ayudan a generar esa sensación de miedo, trucos como las disonancias —alternar sonidos que resultan “cómodos” de escuchar con otros que transmiten tensión—, tocar los instrumentos de una forma extrema o tocarlos de manera convencional pero imitando, por ejemplo, el sonido de un corazón latiendo.
Al parecer, la banda sonora de El Exorcista cambió el sonido del terror para siempre, no tanto por el Tubular Bells de Mike Oldfield, que es quizá la canción más conocida y la que asociamos inmediatamente a esta película, sino por Polymorphia, del vanguardista compositor polaco Krzysztof Penderecki. Esta y otras de sus composiciones se han utilizado en multitud de películas de miedo y han inspirado la música de muchas más, lo que hizo que Penderecki acabara convirtiéndose en el compositor favorito del género de terror. Aunque Jonny Greenwood, de Radiohead, que siempre ha hablado de lo mucho que le impactó escuchar por primera vez a Krzysztof Penderecki y de lo que le influenció a nivel musical, no estaba tan de acuerdo. Decía:
Mucha gente describe [lo que Penderecki hace] como música para películas de terror y realmente no es así. Y es difícil de explicar cómo, en una sala de conciertos, es todo mucho más silencioso y suave y extraño y mucho más complicado.
La verdad, tenía razón. Así suena Polymorphia en una sala de conciertos:
Increíble, ¿no? Lo que es el contexto. El miedo, dice el neurocientífico Joseph E. LeDoux en la revista que acompaña a esta edición de Diálogos de cocina, es una experiencia compleja imbricada, no solo en nuestra vida personal, sino en la cultura en la que hemos crecido. Vamos, que el miedo es universal, pero las formas de entenderlo y de lidiar con él varían en función del contexto.
Sinceramente, no sé en qué momento pensé que sería capaz de ver El Exorcista si a mí, de niña, ya me daban terror Howard el Pato y E.T. —sobre todo la escena en la que se esconde en el armario entre los peluches—. Todavía hoy, estos dos personajes me dan un poco de cosilla. Supongo que ya no es miedo, pero la verdad… prefiero no verlos.
Leila Guerriero, que habló maravillosamente sobre “los beneficios del miedo”, calificándolo como “la principal herramienta para no morir”, ya que nos aleja del peligro, dijo una cosa muy guay sobre los miedos de la infancia: en la niñez, el miedo es una fuente de emoción, una vía para hacernos sentir cosas, para experimentar un “pánico gozoso”. Y es cierto que, según vamos creciendo, los miedos inevitablemente se vuelven más serios. Se convierten en miedos “de verdad” y dejan de ser meros resortes para pegar un bote en el asiento o para acelerarte el corazón. Si pienso en la progresión de mis miedos, me doy cuenta de que, cuando era pequeña, lo que me daba miedo eran cosas simples y con una entidad muy reconocible —monstruos, chorros de agua estruendosos, criaturas a las que suponía muy feroces o la oscuridad profunda del mar— y que, a medida que me fui haciendo mayor, los miedos se volvieron más abstractos. Más difíciles de explicar.
Ya no eran esas cosas que me hacían gritar o llorar cuando las veía, sino más bien algo que me agarraba el estómago por dentro y hacía que me encogiera. Uno de esos miedos inabarcables, del que creo que ya hablé en una newsletter anterior, tenía que ver con la inmensidad del universo, que me sigue resultando imposible de comprender. Recuerdo noches y noches tumbada en la cama intentando hacerme a la idea de las dimensiones de una galaxia, de todas las galaxias que existen, obligando a mi cabeza a pensar en términos exponenciales hasta verme desde la distancia suficiente para sentirme insignificante, reducida a un puntito en el universo, a una mota de polvo. Siendo ya más adulta, llegaron los miedos que la vida se va encargando de ponerte delante para que te vayas tropezando con ellos. Miedo a sufrir, a que sufran otros, a volver sola a casa de noche, al dolor, a la enfermedad, al abandono, a la soledad, a la muerte.
El miedo siempre parece algo que debemos superar o eliminar, aunque sabemos que es imposible, que en el fondo solo vamos reemplazando unos miedos por otros. “El miedo y la vida forman un combo: si uno está vivo, teme”, dijo Leila Guerriero. Y esto me recordó a Louise Bourgeois, que en su arte siempre trabajó con sus propios miedos y, tras muchos años de reflexión y terapia, concluyó que “todo surge del miedo”. Hay un vídeo fantástico de ella dibujando sus miedos como si fueran círculos, dentro de un círculo más grande, que los contiene a todos para así “tenerlos bajo control”. Mientras dibuja, parece que va a decir algo superprofundo y de repente sale con que tiene miedo a que no le traigan su Coca-Cola o a que su maquillaje esté mal 🫶🏼 Ya poniéndose más seria, en sus escritos, Bourgeois dijo que tenía miedo del silencio, de la oscuridad, del insomnio o del vacío. Miedo a que la abandonen, a que la critiquen, a que le pidan demasiado, a que la rechacen… En cualquier caso, ojalá poder controlar nuestros miedos trazando un círculo como el que dibujaba Louise Bourgeois. Ojalá anular así su efecto paralizante y transformarlos en otra cosa. Debilitarlos, distraerlos, reorientarlos hacia otro lado.
A principios de febrero creo que a todo el mudo le llegó la noticia del rape abisal —o diablo negro— que apareció nadando en aguas de Tenerife, una criatura de las profundidades que, por primera vez, había sido avistada a plena luz del día y en la superficie. Un hito. La pobre rape —porque resultó ser una hembra— acabó muriendo al poco tiempo. La ONG que la encontró dijo que las causas de que apareciera tan lejos de su oscuro hogar en el fondo del océano no estaban claras: “podría deberse o bien a alguna enfermedad, a corrientes ascendentes o quizá a la huida de un depredador”. La historia del hallazgo se hizo viral, sobre todo por el aspecto terrorífico, casi alienígena, de esta criatura marina que era, en realidad, diminuta. Una monada de aspecto temible, pero monada al fin y al cabo. Internet hizo su trabajo y empezaron a aparecer dibujos y memes que imaginaban a la criatura abisal como una suerte de exploradora, dispuesta a desafiar al miedo y arriesgar su vida solo por ver el sol. Hay incluso quien ha querido ver en esta historia un reflejo de la experiencia de las mujeres, por eso de que el animalito era una hembra, y quien ha vaticinado que se trata de un presagio, que la naturaleza nos la ha enviado como una emisaria para advertirnos de que nuestro final está cerca.


Lo que nos gusta a los seres humanos convertir en metáforas de nuestra existencia absolutamente todas las historias con las que nos encontramos, también las de otras especies que no tienen nada que ver con nosotros. Romantizarlo todo, antropomorfizarlo todo. Pero en este caso, me parece tierno que nosotras, las personas, hayamos querido ver en la muerte del pez abisal una dramática gesta de superación. Una muerte heroica en su afán por escapar de la oscuridad y nadar hacia la luz, a pesar de que sabemos que la oscuridad era su hogar y que todo su cuerpo estaba diseñado, como una pieza de tecnología punta, para sobrevivir en esas profundidades. A pesar de que nadaba hacia una muerte segura, alejada de las condiciones de vida a las que estaba adaptada. Me parece tierno aunque hayamos obviado el miedo que seguramente experimentó este pez para centrarnos en el nuestro. Para mí, ver a esta pez diablo fue como ver emerger a una de las habitantes de mis terrores más antiguos. Contemplar a esa criatura no me dio miedo —a quién le puede dar miedo, si es que es adorable—, pero sí me recordó por qué el mar me sigue pareciendo uno de los lugares más temibles del planeta, capaz de albergar misterios que ni siquiera podemos imaginar.
El hecho de que tantas personas se hayan emocionado con la historia de este pez es una evidencia de lo aterrorizadas que estamos y de lo mucho que necesitamos creer que es posible vencer al miedo y que haya una luz hacia la que nadar después de tanta oscuridad. Incluso aunque ya nos hayamos acostumbrado a vivir en la penumbra. Incluso aunque esa fábula de que esta pobre pez batalló contra su miedo para salir a ver el sol un ratito sea solo eso, una fábula que nos contamos para aplacar la certeza de que aquí arriba el mundo es bastante más terrorífico. Y que quizá, las de aquí arriba, soñamos secretamente con hacer el viaje a la inversa y sumergirnos en las profundidades abisales.
Cosas que han captado mi atención últimamente:
La cuenta Subway Hands, que fotografía manos de gente en el metro de Nueva York. Es megafamosa, pero yo no me había cruzado con ella hasta hace poco.
Este video sobre el día a día de Sally Jenkins, una mujer que trabajaba en una biblioteca móvil llevando libros a pueblecitos ingleses en los 60 en una camioneta. Amo a la señora que les lleva café cada vez que pasan por su pueblo.
Lo de Nick Cave con la cerámica. Y la relación, preciosa, que tienen las figuritas que hace con la muerte de su hijo ❤️🩹
Este artículo de la revista Noema sobre cómo el cambio climático afecta también al lenguaje. En ciertas lenguas, las palabras que hacen referencia a la naturaleza, están desapareciendo al mismo ritmo que desaparecen las especies o los fenómenos a los que nombran.
La entrevista de Noelia Ramírez a Marina Garcés al hilo de la publicación de su último libro, dedicado a la amistad, que tengo muchísimas ganas de leer. Todas las respuestas son ✨oro✨, pero me gustó especialmente esta, que me hizo pensar mucho —y que tiene mucho que ver con el tema de la carta de hoy—:
Ya no creamos comunidades de amigos, sino burbujas de iguales. Me pregunto en qué medida confundimos la necesidad de seguridad con el deseo de amistad. Los amigos nos pueden dar apoyo o acompañamiento porque son prácticas que vemos desintegrarse en otros ámbitos de lo social, lo laboral o lo familiar. Pero cuando la amistad es vista como una terapia, esta idea de “mis amigas son mi salvavidas”, se apuesta por una reducción de la aventura de la amistad en sí misma. La finalidad de la amistad no es anestesiarnos de nuestros miedos, sino poder perderlos juntos.
Hoy, la canción de despedida es del último disco de Sharon Van Etten, cuyo título hace alusión a algo que suele dar bastante miedo, la vida después de la muerte, pero que en realidad habla de otra cosa que da todavía más miedo: preguntarse si el amor durará para siempre.
Me ha encantado. A mi, ahora, a mis cincuenta y dos años me da miedo, como a ti, cosas abstractas, fuera de mi control y, como a ti, me da pánico el universo. Yo lo llamo vértigo cósmico y sé perfectamente cuando lo sentí por primera vez. Tenia 11 años, iba andando con mi hermano por una callejuela de arena en Los Molinos y, de repente, de la nada, me vino el pensamiento de que una vez muriera, ya está, ya no habría nada más pero el universo inabarcable seguiría ahí, infinito para siempre sin que yo importara lo más mínimo. La idea de acabarme para siempre dentro de algo así de infinito me mareo, casi me caí... y desde entonces evito pensar en el universo, el espacio y todo eso. Me da vértigo cósmico y me mareo.