“Es el emoji que lo representa todo, el que puede sustituir a todos los demás”. El otro día, mientras comía con una colegas en el trabajo, hablábamos de cómo el emoji de la cara derretida se ha convertido, de lejos, en el que más utilizamos últimamente para reaccionar a casi todo. Con su sonrisa desdibujándose en un charquito de líquido amarillo, el melting face emoji es el que mejor captura el espíritu del momento. Expresa a la perfección la idea de que nos vamos a la mierda y no sabemos muy bien qué hacer para evitarlo.
Conceptualizado por Jennifer Daniel y Neil Cohn, y creado por el diseñador gráfico Erik Carter, desde el inicio ya se concibió como un emoji con múltiples interpretaciones. Según la Emojipedia, la cara derretida puede usarse de forma literal para hablar de calor extremo, pero también de forma metafórica para hablar de vergüenza, de una sensación de terror que nos hunde lentamente o de aquello que nos abruma. El propio Carter explica que los emojis en sí mismos no tienen un significado profundo, sino que es la forma en la que la gente los usa la que hace que adquieran esa profundidad. “Muchos de nosotros puede que nos sintamos desesperados por cosas como el cambio climático o la inacción del gobierno. A veces, parece que lo mejor que podemos hacer es sonreír mientras nos derretimos”, explicaba.
Aunque podría parecer que este emoji es el símbolo de la inacción y la parálisis a la que nos abocan los acontecimientos que se suceden en el mundo, en realidad es más bien el símbolo de un sentimiento compartido que refleja la desesperanza, pero no necesariamente la resignación. El pasado verano, momento en el que muchas usamos este emoji de forma literal para hablar de la torradera en la que vivimos durante las semanas más duras de calor, Begoña Gómez Urzaiz publicaba un artículo en El País donde se comentaba la polisemia de este emoji y por qué nos representa tanto. Me gusta la conclusión final a la que llega el texto, donde la autora apunta que el emoji de la cara derretida “tiene un barniz posirónico, pero no cínico”, y concluye con las palabras del periodista Héctor García Barnés, que afirma que “genera una curiosa solidaridad. Tú estás quemado, yo estoy quemado. Ambos lo sabemos. Es un emoji que une”.
Últimamente estoy experimentando muy a menudo esa sensación de ir sonriendo por la vida mientras por dentro me derrito lentamente, avivando ese fuego fundidor con pensamientos terroríficos y minando mi autoestima con mensajes devastadores sobre mí misma y sobre el futuro (todo esto siendo plenamente consciente de la suerte que tengo y de mis muchos privilegios, por poner las cosas en su justa medida y contexto, oigan). No es sano, lo sé, pero no puedo evitarlo. Y lo único que me tranquiliza un poco es saber que hay personas alrededor que sienten lo mismo.
No es nada nuevo que el malestar compartido aporta consuelo y, en una nota más positiva, que también puede ser el caldo de cultivo de cambios profundos, tanto a nivel individual como colectivo. Pero más que de malestares compartidos, hoy quería hablar de espacios de confort compartidos, y más concretamente de uno que se está comentando mucho estos días: Doctor en Alaska. La serie de los noventa, que en España veíamos cuando la pillábamos en La 2 (y era un poco cuestión de suerte, porque hasta donde yo recuerdo no la echaban siempre a la misma hora y encima la ponían a las tantas), se convirtió en todo un fenómeno de culto que ahora ha vuelto a nuestras vidas gracias a Filmin. La serie tiene un millón de cosas que la hacen especial, pero una en la que probablemente todas coincidamos es que te hace feliz. Así de simple.
En Cicely todo el mundo es encantador a su manera, amable de una forma extraña pero cálida, nadie es cínico y cada uno hace de su rareza su valor principal, porque todos los demás habitantes respetan esa rareza y han aprendido a convivir con ella. Se aceptan unos a otros, aunque muchas de las interacciones que tienen entre sí se sustancien en discusiones a grito pelado, a veces sobre asuntos peregrinos, otras sobre el mismísimo sentido de la vida. De hecho, las conversaciones de Doctor en Alaska son para quedarse a vivir en ellas, profundas, poéticas, filosóficas, siempre interesantísimas. Todo ello en una serie de humor surrealista, que al parecer, en su día, definieron como un “Twin Peaks para la gente normal”. Por cierto, algo que también he descubierto estos días indagando sobre el tema es que en España existe un encuentro de fans de Doctor en Alaska que se celebra en Reznos, Soria. Mirad qué maravilla:
Ternura, amabilidad y poesía igual no son términos que hoy en día inviten a ver una serie sin que pensemos que va a ser una ñoñez absoluta, sin embargo, parece que son el refugio que en el fondo todas buscamos. Aunque en la vida real no muchas nos mudaríamos a un Cicely, un pueblo de menos de mil habitantes en medio de la nada, mentalmente da gustito imaginarse allí, rodeadas de vecinos filósofos que nos conocen, que se preocupan por nosotras, que tienen tiempo de pararse a charlar y con quienes establecemos vínculos profundos e indestructibles. La sensación de haber encontrado tu lugar en el mundo, o lo que es lo mismo, la mejor sensación del mundo.
Hace poco leía un artículo que definía a Emily in Paris como una serie de ambient TV, es decir, una serie que puedes tener de fondo, sin hacerle mucho caso, y que no le exige nada a tu cerebro (ni siquiera plena atención). Personalmente, adoro que existan estas series que puedo “ver” mientras miro el móvil, hago la cena o doblo la ropa. Me dan muchísima paz. Pero lo de Doctor en Alaska —y otras ficciones que provocan un efecto similar— es diferente, comfort TV, un lugar al que acudimos porque nos hace felices. Una felicidad que viene de las situaciones que viven los personajes, del sentido que les aportan y de cómo las recibe la propia comunidad, dándoles el peso que merecen, ya sea en forma de conversación bajo una aurora boreal o de ritual colectivo. En este texto sobre las lecturas junguianas de la serie lo explican muy bien:
Cicely es un lugar especial, que resuena metafísicamente. Sus residentes experimentan la magia en lo cotidiano, así como una confusión entre el mundo de los sueños y la realidad del día a día. Y quizás, por encima de todo, encuentran un significado. Sus experiencias, ya sean místicas o mundanas, interpersonales o solitarias, siempre están integradas. Se reflejan y se entretejen en el tapiz del alma del individuo y también en el alma de la comunidad.
Con toda su sencillez y amabilidad, Doctor en Alaska te mete de lleno en un universo alejado del ruido, donde la gente es sensible, listísima, no tiene miedo a mostrarse vulnerable, un universo irreal que, justo por eso, porque es una suerte de utopia, nos parece el mejor refugio. Desde la perspectiva cínica a la que nos empujan nuestros malestares contemporáneos, es difícil pensar que una serie que promueve valores como el respeto mutuo o la escucha sea el bálsamo que necesitamos para sentirnos mejor sin resultar naif. Desde luego, no es la receta para todos nuestros males, pero creo que sí es capaz de abrir una grieta en ese cinismo ambiental que nos acompaña y, además, una demostración práctica de que dejarnos conmover (como en la maravillosa escena del lanzamiento del piano) es la única forma de seguir adelante.
Cosas que han captado mi atención últimamente:
Estos dos vídeos, de Madisyn Brown y Julieta Wibel respectivamente, sobre por qué lo feo está de moda y qué significa esto.
Este hilo de Noemí López Trujillo sobre la idea de “ir a cara lavada” y la belleza natural, en relación a la —por lo general aplaudida— decisión de Sara Sálamo de ir a los Goya sin maquillar.
La película M3GAN. Hay quien piensa que no está a la altura del hype que se generó a su alrededor, sobre todo en Estados Unidos, pero es que más allá de que sea una peli buena o mala, M3GAN se ha convertido ya en un fenómeno pop. A mí, la verdad, me pareció una cosa divertídisima y superentretenida, me encantan todos los memes que se han hecho sobre ella y me ha parecido muy guay este artículo sobre las creepy dolls que Time publicó cuando se estrenó. Me mola mucho también esta parte de la campaña de marketing de la propia peli, que borraba los tweets de la gente que la criticaba y los reescribía como si la propia M3GAN y su IA descontrolada hubieran tomado las riendas.
Este artículo sobre el síndrome de la impostora, ese miedo que tenemos muchas —y hablo en femenino, porque es algo bastante más extendido entre mujeres— a que descubran que somos un fraude y que no merecemos estar donde estamos. Su autora habla de hasta qué punto este “síndrome” ha sido definido en base a las experiencias de mujeres con cierto privilegio, que se sentían unas impostoras en ambientes en los que sus capacidades se daban por hecho, haciéndoles pensar que no estaban a la altura, una experiencia en la que no se reconocen, por ejemplo, muchas mujeres racializadas cuyas capacidades, en lugar de darse por hecho, directamente se habían subestimado u omitido. Además, el concepto del síndrome de la impostora individualiza un problema que es colectivo y viene a decirnos que todo se debe a una crisis de confianza personal, en lugar de visibilizar los obstáculos que experimentan las mujeres —sobre todo las que no son blancas— en el ámbito laboral. ¿Hasta qué punto la creación de un término que sirvió para ponerle nombre a una experiencia concreta ha contribuido a oscurecer muchas otras e incluso el verdadero alcance del problema?
Esta canción de shego con Natalia Lacunza 💝