“Suzanne es como el amor, pero sin los líos”. Esta frase de la película de Agnès Varda Una canta, la otra no es una de las mejores definiciones de la amistad femenina que he escuchado jamás. Vale sííí, ya sabemos que un amor sano debería estar exento de esos “líos” a los que intuimos que esta frase se refiere, pero creo que en esencia se entiende muy bien de lo que habla. Históricamente demonizada, la amistad entre mujeres ha estado siempre rodeada de prejuicios —el libro Comadres y el Archivo de Misoginia Ilustrada de Raquel Manchado dejan constancia gráfica de ello— y asociada a la idea de que nosotras, las chicas, vivimos en una especie de competición continua por la atención de (redoble de 🥁🥁🥁): ¡los hombres!
Hace unos años, leí un artículo de la periodista Alia Wong en el que trataba de desgranar por qué las amistades entre mujeres resultan a menudo tan complejas, entendiendo la complejidad no como algo malo, sino como una característica de las cosas que tienen interés suficiente como para ahondar en ellas y escribirlo después (o así lo interpreto yo, jeje). El artículo se centra en los estudios de la lingüista Deborah Tannen, que ha dedicado un libro al lenguaje de las amistades entre mujeres, y viene a decir que la amistad femenina se sustenta en un grado altísimo de intimidad emocional. Es justo esta intimidad la que hace que nuestras amistades sean tan gratificantes y la que nos permite generar la confianza suficiente para hacer de nuestras amigas la red de apoyo más segura de nuestras vidas. Tannen no descarta que la competitividad exista, pero no por la atención de los hombres, sino más bien por la atención de nuestras propias amigas, por nuestro grado de conexión con ellas. Esas charlas infinitas sobre cualquier cosa, esa necesidad de conocer tooooodo el contexto y hasta el más nimio detalle de una historia para poder emitir un juicio sobre ella o lo mucho que nos explayamos contando cómo nos ha hecho sentir esto o aquello, son las bases de esa intimidad tan preciada que a veces se va construyendo con el paso de los años, pero que otras surge de forma espontánea, como una chispa. Como un flechazo.
Uno de los mejores retratos que he encontrado sobre la intensidad de la amistad entre chicas, sobre todo en ese momento tan particular que es el paso de la infancia a la adolescencia, es el que Andrea Abreu hace en Panza de burro, donde describe la conexión y la cercanía que a menudo buscamos en nuestra mejor amiga —hasta el punto de que nuestras identidades se diluyan en una sola— como una imperiosa necesidad de comérnosla:
(…) yo no sabía la diferencia entre yo e isora a veces pensaba que éramos la misma niña isora bebía cortado leche y leche como las viejas chupaba la leche condensada con una cañita yo me quería chupar la cabeza de Isora para meterla dentro de mi cuerpo como la niña embarazada de lilú que salía en la tele la barriga grande dentro cuerpo de isora dentro isora besándome la barriga por dentro yo quería comerme a isora y cagarla pa que fuera mía guardar la mierda en una caja pa que fuera mía pintar las paredes de mi cuarto con la mierda pa verla en todas partes y convertirme en ella yo quería ser isora dentro de isora isora isora isora (…)
Por eso, cuando por una u otra razón perdemos una amistad así, duele tanto y apenas tenemos un imaginario que nos ayude a sobrellevar estas rupturas, todo lo contrario a lo que ocurre con las rupturas amorosas, algo que explica muy bien Ane Eleizegui en este artículo en Pikara:
Lo he dejado con mi mejor amiga. (…) Hemos dejado de construir un imaginario y una vida juntas. (…) Hemos roto el vínculo y el mundo común. Atravesar un duelo así es un proceso muy complejo y solitario. No hay canciones ni películas que te ayuden a llorarlo; no hay un lenguaje en común que se lo explique al resto en un par de minutos. Nada. Después de una amiga ya no hay nada. Una ruptura entre amigas, que no tiene nada que ver con una ruptura amistosa, te deja sin hoja de ruta. Si rompes con una pareja siempre queda la esperanza –y el reto– de tratar de ser amigas. ¿A dónde vas entonces cuando se rompe un vínculo de amistad? A la mierda. Te vas a la mierda.
Además, como señala este texto, las mujeres y sobre todo las mujeres feministas, tenemos asociada la amistad a un lugar seguro, la idealizamos y la concebimos como una especie de refugio que siempre va a estar ahí, para lo bueno y para lo malo. Sin embargo, como cualquier otro vínculo, la amistad requiere de muchos cuidados, atenciones y también puede resquebrajarse y acabar rompiéndose, como el resto de relaciones de nuestra vida. Y eso es difícil de digerir, sobre todo si has crecido escuchando a las Spice Girls.
Diría que nunca he tenido una ruptura tormentosa con una amiga, pero sí varios “alejamientos progresivos”, por llamarlos de alguna manera, es decir, amistades que se van diluyendo en el tiempo hasta que apenas quedan un par de mensajes de Whatsapp anuales para felicitar el cumpleaños y/o la Navidad. O lo que es lo mismo: hasta que no queda nada. A veces no hay otra que asumir que ya no teníais nada en común, que esa relación se estaba sustentando sobre recuerdos de la infancia y la adolescencia porque ya no generabais recuerdos nuevos con los que seguir alimentándola. Otras, es más extraño. Las personas nos alejamos unas de otras por razones tan peregrinas como irnos a vivir un poco más lejos, echarnos pareja, no tener tiempo para quedar o dejar de preguntarnos cómo nos van las cosas (preguntarnos de verdad, no en un mensajito de Whatsapp donde una se explaya poco más allá de un “todo bien”). Y cuando pasa por estas razones, la culpa es inevitable, ya sea para echársela a la otra persona o para sentirla como propia.
Todo esto viene porque el verano es una época que me pone bastante triste y me hace pensar mucho en la amistad. Supongo que tiene que ver con que tolere muy mal el calor y con que la languidez que este provoca me arrastre a una especie de melancolía que se extiende desde junio hasta septiembre (Summertime Sadness real). No lo sé, pero lo que a mucha gente le pasa con la Navidad, a mí me pasa con el verano. Empiezo a echar de menos a gente, a pensar en viajes que nunca sucederán porque las vidas ya son demasiado complicadas como para organizar siquiera una escapada de fin de semana, a recordar cómo eran los veranos hace años, cuando no parabas y te pasaban mil cosas en esos tres meses entre curso y curso y todo era emoción-emoción-emoción. A ver, tampoco quiero dramatizar: mis veranos están muy bien y soy una de esas privilegiadas que puede escaparse un par de semanas de vacaciones y que incluso tienen pueblo en la Galicia interior al que huir para dormir debajo de un edredón cuando en Madrid nos estamos asfixiando. Sin embargo, hace tiempo que echo mucho de menos a muchas amigas y el verano y su melancolía y los stories de instagram no hacen más que exacerbar este sentimiento.
El otro día fui al cine de verano del Reina Sofía a ver la peli de Agnès Varda de la que he sacado la frase que abre esta newsletter. Una canta, la otra no cuenta la historia de dos mujeres, Pomme y Suzanne, que se hacen amigas cuando una ayuda a la otra a abortar y que, tras perderse la pista durante varios años, se reencuentran por casualidad en una protesta feminista. Así retoman el contacto y, como sus vidas ya están encaminadas en direcciones muy diferentes, deciden mantener viva la relación a través de cartas. ¡Cartas largas!
El verano, la amistad y las cartas guardan para mí una relación indisoluble. Hubo una etapa entre la infancia y la adolescencia (cuando los móviles no existían —*inserte aquí imagen de millennial nostálgica con patas de gallo ya asomando por el rabillo del ojo*—) en la que separarme de mis amigas en verano era algo tan dramático que la única solución que nos quedaba era escribirnos cartas para contarnos nuestras aventuras estivales. Aún conservo algunas de esas cartas y, la verdad, releyéndolas me doy cuenta de que no teníamos gran cosa que contarnos, lo cual no impedía que le echáramos toda la literatura del mundo, que las llenáramos de dibujitos y que escribiéramos cada frase en un color diferente de rotulador, porque, ya sabes: aesthetics.
Hace unos años, en un artículo que escribí (perdón por la auto-cita 🙃 ), hablé sobre estas cartas estivales y las describí así:
El proceso de esta correspondencia veraniega era el siguiente. Primero había que averiguar la dirección del lugar donde cada una iba a pasar el verano. A veces era una única dirección, otras veces eran dos o tres: la de la casa de los abuelos maternos en el pueblo, la de los paternos en el otro pueblo, la del camping, la del apartamento de la playa… No solía haber direcciones internacionales, la cosa se limitaba a las fronteras de la península; de hecho, la carta más exótica que envié en toda mi infancia fue a mi mejor amiga cuando pasó un verano en Ibiza. ¡Ibiza! Eso para mí era igual que Bora Bora. Después había que hacer un hueco en el último recreo del año para juntarnos y apuntar las direcciones de cada una y las fechas del tiempo que íbamos a pasar en cada sitio. Las repasábamos a conciencia, cualquier error podía hacer que nuestras valiosas cartas se perdieran para siempre en las tripas de Correos. Y eso NO PODÍA PASAR. (…) Nuestras cartas eran auténticas obras maestras. El texto era lo de menos, lo importante era que estuviera escrito en al menos veinte colores diferentes, que los márgenes estuvieran llenos de dibujos y datos extra que completaban la información principal (del tipo: “el agua estaba muy fríaaaa”, “me comí un helado de tres bolas” o “mi abuela nos preparó la mejor paella del mundo”) y que el sobre también fuera decorado. A veces, al cartero incluso le costaba localizar la dirección entre tantas pegatinas de ositos, estrellas de purpurina y corazones pintados con rotulador. (…) A medida que fuimos creciendo, en esas cartas empezaron a aparecer también los primeros amores de verano, los ligues del pueblo y las primeras salidas nocturnas a escondidas. Esas cartas no debían ser interceptadas por ninguna figura paterna bajo ningún concepto: sentíamos que en ellas había información absolutamente confidencial —en ese momento, la verdad es que lo era— y nos encargábamos de indicarlo poniendo bien grande en el sobre las palabras “TOP SECRET”.
Este verano he leído Las inseparables, de Simone de Beauvoir, donde la autora cuenta de forma novelada la relación con su amiga (y un poco también su crush) Élisabeth Lacoin, a la que apodaban Zaza. Los alter egos de Simone y Zaza son Sylvie y Andrée, y aunque la historia es más bien trágica, me encantó saber que ambas se enviaron cientos de cartas y que muchas de ellas se las escribieron en los veranos, cuando pasaban más tiempo separadas. “¿Hay moras en Gagnepan?”—le pregunta Simone a Zaza en una de las cartas reales que vienen recogidas al final del libro. “En Meyrignac cogemos muchas, los setos están llenos, así que nos chupamos los dedos”. Estas son cosas que perfectamente nos podríamos haber escrito mis amigas y yo cualquier verano, quitando que estas chavalas escribían de forma más refinada con diez años que cualquiera de nosotras con treinta, pero vaya, que el espíritu de la correspondencia venía a ser el mismo: cuéntame qué haces mientras no nos vemos y, por favor, no te ahorres ni un detalle.
A medida que van creciendo, las cartas de Zaza y Simone se vuelven más largas e intensas. Una de mis favoritas es esa en la de Zaza le cuenta a Simone que se ha cortado adrede con un hacha en el pie para así poder librarse de las obligaciones familiares que la tenían asfixiada durante las vacaciones (esta sangrienta anécdota se narra también en la novela):
Recientemente, en Haubardin, organizaron una gran excursión con amigos por el País Vasco; en aquel momento, tenía tal necesidad de soledad, una imposibilidad tal de divertirme, que me di un hachazo en el pie para librarme de esa expedición. Me costó ocho días en una chaise-longue y frases compasivas, así como exclamaciones acerca de mi imprudencia y mi torpeza, pero al menos dispuse de un poco de soledad y del derecho a no hablar y a no divertirme.
Según la escritora y periodista Rebecca Traister, una vez que el matrimonio dejó de ser el único destino posible para las mujeres, la relación con nuestras amigas pasó a convertirse en una de las más importantes de nuestras vidas, si no la más importante de todas. Hoy en día, en nuestras parejas esperamos encontrar no solo amor, sino también cuidados, atención, conversación y un sinfín de características más que, antes, la mayoría de las mujeres no tenían la certeza de encontrar en sus matrimonios. Rebecca Traister explica que las amistades entre mujeres jugaban entonces un papel tan diferente del que juegan ahora que, el hecho de que una o ambas amigas se casaran, no se convertía en la amenaza que hoy en día los emparejamientos suponen para muchas amistades. “Incluso la mujer en el matrimonio más feliz encontraba en su relación con otras mujeres algo que no tenía con su marido”, afirma. También reivindica que ya va siendo hora de que le demos a la amistad el mismo peso e importancia social que le damos a la pareja:
Para muchas mujeres, las amigas son nuestras compañeras primordiales a lo largo de la vida; son quienes nos ayudan a mudarnos, a dejar relaciones terribles, son las que están en los nacimientos y en las enfermedades. Incluso para las mujeres que se casan, es así al inicio de la vida adulta y también al final, tras el divorcio o cuando la pareja muere. No existen ceremonias para hacerlo oficial. No hay bodas; no hay beneficios fiscales o alianzas domésticas o reconocimiento por parte de la familia. Todavía no existe una forma satisfactoria de reconocer el papel que jugamos las unas para las otras.
Y ya va siendo hora de que encontremos esa forma de reconocimiento, si no “oficial” o ceremonial, sí social. El “me cuidan mis amigas” que coreamos en las manis feministas es real, solo que a medida que nos hacemos mayores y que nuestras vidas discurren en diferentes direcciones, debemos encontrar la manera de hacer todo lo posible porque siga siendo así, por incluirnos las unas a las otras y por darle a la amistad el papel primordial que tiene.
Me despido por hoy con este tweet tan 😍 que describe Una canta, la otra no como “la película más bonita sobre la amistad, sobre la distancia y la cristalización que acarrea y sobre los derechos de las mujeres”. No puedo estar más de acuerdo ni recomendaros con más ganas que la veáis (está en Filmin, por cierto).
Y con esta foto de mi gata, porque es guapísima y encima sale posando con mis lecturas de estos días: Las inseparables y Nubosidad variable, de Carmen Martín Gaite, otra novela sobre dos amigas que se escriben cartas (sí, me ha dado fuerte con el tema). Por cierto, cuando cogí este libro de la biblioteca me encontré dentro una nota de una lectora anterior con un montón de comentarios sobre la historia y sus personajes, y ¿acaso las notas no son también una forma minimalista de correspondencia? ¿Un poco como enviarnos cartas a nosotras mismas? Bueno venga, que ya me voyyyy. ¡Chau!
Cosas que han captado mi atención últimamente:
(solo un par de recomendaciones, que en verano vamos todas muy liadas y estamos a otras cosas🍦)
No sé por qué no había leído hasta ahora El amante de Lady Chatterley, de D. H. Lawrence, pero qué maravilla y cuánto he disfrutado de esta historia, tanto que me ha dado tremenda pena acabarla y me he quedado con esa sensación de estar huérfana de libro con la que te dejan los que te gustan de verdad. En 1928, esta novela causó un auténtico escándalo por la cantidad de escenas de sexo y lenguaje obsceno que contenía y solo pudo publicarse censurada, hasta 1960, cuando la editorial Penguin tuvo que someterse a un juicio para poder imprimir su versión íntegra. Este juicio, como dice Belén Gopegui en el prólogo de la edición que he leído, fue “una pequeña victoria de la libertad”, y en The Guardian lo han descrito como “la primera señal de que una victoria era posible” en lo que a moralismos y censura se refiere. Es un novelón perfecto para el verano: largo, entretenidísimo y escrito con una inteligencia sideral.
Y como banda sonora para mi melancolía veraniega, me ha dado por el último disco de Sharon Van Etten, que es bien intensito. Así que os dejo con la canción que más enganchada me tiene y que resume un poco mi actitud frente a esta, la estación más calurosa del año: puede que no me guste, pero… I’ll try.
Siempre he pensado que no me gusta la expresión "sólo amigos". Me parece que resta valor a la amistad otorgándoselo al amor. Una relación de pareja es increíble, pero de amistad es igual de increíble o incluso más, de forma que ese "sólo amigos" no se debería decir en sentido peyorativo.
Me encanta María :)